Artículo de Rafael Vilasanjuan

Metamorfosis en Brasil

El tercer mandato de Lula se presenta como el más difícil. El país está roto

Lula

Lula / NELSON ALMEIDA

Rafael Vilasanjuan

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La grandeza de las democracias es que sean capaces de expulsar a sus autócratas antes de que estos puedan acabar con el sistema. Ha sucedido en Brasil igual que antes sucedió en EEUU. Un triunfo de la democracia, que no evita el riesgo de un retorno, pero envía señales de esperanza tras una inquietud profunda. En la batalla por la Casa Blanca, todo apunta a que la lluvia de votos demócratas fue más por el rechazo a Donald Trump que por la convicción del proyecto alternativo. En Brasil, el macho Bolsonaro ha sido expulsado tal vez también más motivado por el temor a otros cuatro años de deriva autocrática que por la confianza en Lula da Silva, un candidato encarcelado, líder de un partido, el de los trabajadores, que estuvo hace solo cuatro años a punto de desaparecer. Los dos países han logrado el milagro de recuperar la senda democrática, pero están rotos por el eje. Los perdedores están a poca distancia, son revanchistas y encajan mal las derrotas. En la división, su sombra amenaza como la de un acosador en un callejón sin salida. La radicalización con la que han ejercido el poder genera odio y eso prevalece. Sin embargo, en la comparación, a diferencia de Donald Trump, que logró implantar una doctrina autoritaria secuestrando al Partido Republicano y amenazando a los congresistas díscolos, a Bolsonaro en cambio, le han fallado los resortes del Partido Liberal brasileño. Buena parte de los cargos de responsabilidad aceptaron la derrota mientras el líder jugaba a la ambigüedad con sus partidarios cerrando carreteras, quién sabe si en un intento similar al que llevó al asedio de la Casa Blanca. Jair Bolsonaro se ha mirado tanto en el espejo de Trump, que ha acabado corriendo la misma suerte.

La pregunta es, ¿ahora qué? Hay muchas razones para pensar que lo que pase en Brasil nos afecta a todos. Para empezar, y aunque va a ser muy difícil coser los tejidos dañados de una sociedad partida, el resultado en Brasil arroja algo de oxígeno. No es retórico: nada más ser elegido, Lula confirmaba que va a terminar con la deforestación de la Amazonía. Bolsonaro, negacionista del cambio climático por interés, entregó el bosque amazónico a la especulación, la deforestación, la tala, la minería ilegal y la extensión de tierras ganaderas. Solo en lo que llevamos de año el territorio esquilmado equivale a siete veces el área metropolitana de Nueva York. Ni los peores incendios de la década y la oferta del G-7 de ofrecer ayuda para frenarlos generó el más mínimo interés por parte de Bolsonaro. Lula puede revertir la situación. No será fácil, porque aunque anuncie una legislación restrictiva, tras cuatro años de gobierno permisivo, los clanes que controlan el pulmón del mundo se han hecho fuertes, matan impunemente y amenazan a la población local. Va a hacer falta mucha más policía y ejército para evitar que se siga avanzando. Pero ahí es donde Lula puede empezar a buscar complicidades, algunas incluso entre las que hasta ahora le eran más esquivas. La selva amazónica genera casi el 10% del oxígeno de todo el planeta. Es una buena razón para que líderes como Joe Biden o la Unión Europea, que siempre han tenido recelos a una deriva de Lula hacia una izquierda radical, presten inteligencia y apoyo para frenar la sangría y establezcan una alianza por el clima, invirtiendo para que la Amazonía siga siendo un pulmón limpio, no solo para el bien de Brasil, sino para el de todos. La elección de Marina Silva, una respetada política medioambiental como ministra, es una garantía para seguir respirando.

De vuelta a la escena internacional, en un momento en que Latinoamérica ha virado a la izquierda, el nuevo gobierno de Lula puede convertirse además en el principal interlocutor de Occidente en la región. Lejos, muy lejos, de los modelos dictatoriales de Nicaragua o Venezuela, Lula puede ser el mejor representante de un multilateralismo latinoamericano, donde gobiernan las izquierdas en feudos históricos de la derecha como Chile, Colombia o México.

Sin embargo, el gran reto va a estar hacia adentro. Con más de 200 millones de habitantes en un país profundamente dividido, el tercer mandato de Lula se presenta como el más difícil. Brasil está roto. Las grietas son visibles entre la población rural y la urbana, entre las clases medias o altas y los pobres –que se cuentan en millones–; entre el norte y el sur o entre evangélicos y católicos. Miremos donde miremos la falla que separa afectos y odios rompe en mitades casi iguales. El escritor Stefan Zweig, deprimido por la deriva nazi y la guerra en Europa, escribió en 1941 que Brasil era el país del futuro. El problema es que salvo raros paréntesis durante el gobierno de Henrique Cardoso y el primer mandato de Lula, Brasil no ha sido capaz de construir una democracia estable de presente. Ese es el reto. Tras cuatro años de política depredadora, hace falta un cambio radical que recupere el respeto a la diversidad, la justicia social y el apoyo a los más desfavorecidos, además de apostar por la capacidad innovadora, el impulso empresarial y el liderazgo regional. Más que un cambio, una metamorfosis, si no, es posible que el triunfo de la democracia para expulsar a sus impostores sea efímero.

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