Editorial
Editorial

Editorial

Los editoriales están elaborados por el equipo de Opinión de El Periódico y la dirección editorial

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Un impuesto cuestionado

Una mujer, en una de las oficinas de la Agencia Tributaria en Madrid.

Una mujer, en una de las oficinas de la Agencia Tributaria en Madrid.

La necesidad de asegurar la suficiencia de los ingresos de las Administraciones públicas para hacer frente a las necesidades de gasto en un horizonte de crisis de dimensiones inciertas y en un contexto de tipos altos que penaliza el endeudamiento, y de hacerlo sin ahogar aún más la actividad económica y la renta disponible de las familias ha situado a todas las economías desarrolladas ante un debate de difícil respuesta sobre cuál debe ser su política fiscal. Las soluciones de un thatcherismo irreflexivo, con promesas de reducciones de impuestos a las rentas más altas sin compromisos de control de gasto y fiándolo todo sin fundamento alguno en un hipotético crecimiento generado por estas medidas han topado bruscamente con la realidad en el Reino Unido. Los mercados no han comprado el discurso e incluso autoridades económicas perfectamente ortodoxas –y los mismos nuevos responsables de pilotar la economía británica desde el Partido Conservador– advierten de la necesidad de subir algunos impuestos o lograr que las grandes fortunas no se evadan de sus obligaciones fiscales. Pero este principio general, igual que ha sucedido con la receta fallida de Liz Truss, puede aplicarse también de forma irreflexiva, imprudente o ineficiente.

Este es muy probablemente el caso de la tentación vigente en España de poner el foco de este debate en el impuesto de patrimonio, aunque sea bajo la forma del «impuesto de solidaridad» que va poco más allá de ser una fórmula de armonización del actual gravamen sobre el patrimonio que neutralice las iniciativas de las comunidades gobernadas por el PP. La ineficiencia e inequidad de esta fórmula impositiva queda evidenciada en cuáles son los términos del debate que mantienen los expertos sobre el impuesto de patrimonio: el único consenso es que en su formulación actual es inadecuada, y las posiciones oscilan entre la necesidad de reformarlo a fondo y las propuestas de pura y simple eliminación.

La supresión de este impuesto de forma general en todos los países de nuestro entorno económico con la excepción de Noruega y Suiza es un indicador a tener en cuenta. Las características de doble imposición (ya se gravaron las rentas que permitieron acumular el patrimonio) y sus efectos disuasorios sobre el ahorro (o por lo menos, sobre el ahorro transparente)son motivos que han cuestionado esta fórmula en muchos países. Pero en el caso español las ineficiencias son más, y en algunos casos muy específicas. La inequidad lo es tanto desde el punto de vista territorial como de niveles de renta:quienes pagan son los contribuyentes de rentas medias y altas que ni pueden ocultar su actividad económica fuera del radar de Hacienda ni hacer su patrimonio opaco refugiándolo en paraísos fiscales o desplazándolo a sociedades ajenas a cualquier actividad económica real. El impuesto sobre el patrimonio no tiene nada que ver con un impuesto a las grandes fortunas:que entre los contribuyentes solo haya 724 que declaran una fortuna de más de 30 millones de euros prueba que recae sobre algunas grandes fortunas y, eso sí, sobre la mayor parte de las clases medias más acomodadas. 

La reforma fiscal que se requiere incluye sin duda aliviar la presión fiscal sobre las economías familiares y empresariales más asfixiadas (con fórmulas de deflactación que ajusten el IRPF a la inflación) y buscar nuevos ingresos fiscales en ese 25% de la economía española que se mueve en la sombra o bajo el sol de otras latitudes. Nadie ha dicho que sea fácil, pero tampoco que las soluciones más simples y más fácilmente defendibles en el debate público sean las más eficaces.