Artículo de Carles Sans

La fragilidad humana

Nos ayuda a conocer nuestros límites. Es el motor que nos frena y nos impulsa en cada una de nuestras acciones

Las manos de un hombre que sufre Parkinson

Las manos de un hombre que sufre Parkinson

Carles Sans

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Alguien dijo una vez que la fragilidad nos ayuda a conocer nuestros límites. La fragilidad es el motor que nos frena y nos impulsa en cada una de nuestras acciones. Nos sabemos quebradizos, sabemos que nuestra vida pende de un hilo. Somos como un fino vaso de cristal que en cualquier momento puede hacerse añicos. A pesar de ello, seguimos viviendo con la esperanza de que nada se tuerza y que, de torcerse, sea lo más tarde posible. ¿No es ese un anhelo cruel? 

Recuerdo la frase que dijo un buen amigo cuando estábamos hablando de nuestro camino hacia la longevidad. Me dijo: “Lo peor está por llegar”. Y mal que nos pese, esa es la verdad.

Hace pocos días, después de la función que tuve en el teatro Principal de Alicante, salía por la puerta y fuera me esperaban varias personas para saludarme, pedirme algunas fotos y alguna que otra firma. El último era un hombre con muletas que llevaba la mascarilla puesta. Se acercó temblando ostensiblemente, se bajó la mascarilla, y me preguntó si le reconocía. Hacía más de 15 años que no le veía. Era un masajista muy profesional que, durante varios años, nos atendió cada vez que hacíamos temporada en Alicante. Lo recuerdo muy profesional y educado. Siempre podíamos contar con él. Ahora, su aspecto delgado era el de una persona enfermiza, de manos temblorosas y dificultad para caminar. Me contó que hace 14 años le diagnosticaron la enfermedad de Parkinson y desde entonces ha ido degenerando, hasta el punto que su vida se ha arruinado por completo. Se divorció y, sin recursos económicos, no tuvo más remedio que buscar alojamiento en una residencia de monjas. Ahora tiene 63 años y su única compañía son ancianos con demencia. Me contó, mientras caminábamos, que tomaba más de 15 pastillas diarias y que ha pensado en suicidarse varias veces. Así, abiertamente. Al llegar a las puertas de mi hotel me dijo: “Me hacía mucha ilusión verte y saludarte”. Me pidió hacerse un selfi conmigo. “Hazla tú, que a mi me sale movida”, bromeó amargamente. Me sentí superado por la situación y le ofrecí ayuda, me respondió que lo único que necesitaba era mi amistad. Nos abrazamos y antes de marcharse, con la voz rota, me recordó la fragilidad a la que estamos expuestos, y por eso me pidió que viviera el día a día mientras la salud me lo permitiese. Se alejó renqueante con su enfermedad y su tristeza a cuestas. 

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