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Isabel II, pompa y circunstancia

Albert Garrido

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Detrás de los lujosos desfiles de soldaditos de plomo, del brillo de cada momento en torno al féretro, de la movilización popular por la reina fallecida se suceden los episodios que llevan a pensar que el hijo no transita por la misma senda que lo hizo la madre a partir de la muerte de la princesa Diana. La pompa y la circunstancia calculadas al milímetro por el protocolo de palacio da la impresión de cumplir una misión encubridora, de disimulo o distanciamiento sideral con el significado real del relevo en el trono. Así sucede que el mismo Carlos que estrecha manos y se dirige a la multitud con toda clase de formalismos se apresura a avisar a los empleados de Clarence House de que se quedarán sin empleo a la vuelta de unos días. Es ese el mismo Carlos que se enerva a causa de un tintero mal colocado o de una pluma que le mancha los dedos; es ese el mismo Carlos que no deberá soltar una libra para hacerse cargo de la herencia de Isabel, una excepción a la que ningún otro ciudadano británico puede acogerse para no pagar impuestos en una situación parecida a la del nuevo rey.

Prevalece la impresión de que en los cañonazos, en los trompetazos, en los desfiles a todas horas, en los uniformes de gala y en los servicios religiosos, asimismo pomposos, se ha depositado todo el brillo del pasado para atenuar las penalidades del presente. A Isabel II le tocó asistir al lento desmembramiento del imperio, al izado incesante de nuevas banderas y al arriado sin tregua de la Union Jack, pero mantuvo en la metrópoli toda la parafernalia de los uniformes de coleccionista, de las salvas de ordenanza, de la ritualización de todo a prudente distancia del público que ocupa la sala de butacas que es la calle para proyectar una imagen bastante alejada de la realidad: una gran potencia colonial venida a menos, vencedora en la Segunda Guerra Mundial, pero necesitada del auxilio de Estados Unidos para levantar cabeza; un gran mercado financiero renacido, pero zarandeado por periódicas sacudidas; una sociedad extremadamente dual en muchos momentos donde la idea de clase resulta especialmente punzante.

Acaso la mayor de todas las operaciones emprendidas por Isabel II en sus setenta años de reinado fuese la de mantener a toda costa la apariencia de que la letra de Rule Britannia! sigue vigente: “Domina Britannia, Britannia domina las olas”. En esa canción patriótica, desmesurada como todas las canciones patrióticas, encuentran cobijo las ideas preconcebidas que destila la coreografía del último viaje de la reina. Lo que está por ver o se pone en duda, lo que es una incógnita que no tardará en despejarse es si Carlos III será capaz de mantener el espectáculo sin parecer una pieza disonante, alguien poco dotado para la escena al final de una larga espera para representar el personaje que le fue asignado al nacer.

Desde que las cortes dejaron de ser espacios permanentemente cerrados al escrutinio de la opinión pública, los ciudadanos exigen de las llamadas testas coronadas cierta sintonía con sus reacciones emocionales (recuérdese la excelente The Queen). Cuanto más austera es una monarquía, menos desgaste sufre en el ámbito público; cuanto más barroca es -y la británica lo es en grado sumo-, mayor es la posibilidad de que de repente, sin que palacio haya sido capaz de preverlo, chirríen los engranajes. Si además la biografía del interesado -Carlos de Windsor- es la que es, cualquier ademán osado o gesto altanero será objeto de inmediata interpretación.

En la grandilocuencia de cuanto sucede en el Reino Unido desde la muerte de Isabel II hay un factor de contención colectiva que va de la prensa sensacionalista, a menudo inmisericorde con sus víctimas, al rigor funerario de los presentadores de la BBC, a las jornadas del cortejo real por Escocia, al interés a todas horas en Occidente por el desarrollo de los acontecimientos en Londres. Pero cuando se apaguen los focos y calle la orquesta, cuando se disuelvan las colas en Westminster y se restablezca la vida cotidiana, entonces Carlos III se verá urgido a aplicar el manual de uso recibido para que la pompa y la circunstancia ocupen la totalidad del escenario cada vez que sea necesario para sintonizar con el público.

En tal requisito hay una gran contradicción: el brillo cegador de los desfiles no tiene ningún punto de conexión con el día a día de la inmensa mayoría de los británicos, pero tal mayoría ha asumido como propia una excepcionalidad que no tiene nada que ver con la realidad que conoce. Esa es la regla básica del juego de la monarquía británica: la ostentación pública de poder y riqueza de los Windsor no puede cesar, es algo consustancial a la admiración que despierta, combinada con cierta calculada condescendencia o comprensión con los padecimientos y pulsiones extramuros de palacio.

Parece que Eduardo VII, sucesor de la reina Victoria que, como Carlos III, hubo de guardar una larga espera a los pies del trono para ocuparlo, entendió enseguida la regla del juego para escándalo de un entorno acostumbrado a los rigores victorianos. Parece también que Eduardo caía simpático a pesar de sus flaquezas galantes, algo que no es exactamente así en el caso del nuevo rey desde que Diana ganó la batalla de la opinión pública. Cierto es que ha llovido mucho desde entonces, la aceptación de Camila como reina consorte ha limado muchas aristas, pero las dotes de Carlos para las relaciones públicas se antojan limitadas (¡ay, la crisis del tintero; ay los despidos!). En descargo de Carlos III hay que reconocer que es harto infrecuente debutar en una profesión a los 73 años.

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