Gárgolas | Artículo de Josep Maria Fonalleras

Isabel II: El granizo y la moneda

Su figura se asemeja a las monedas que se colocan junto al hielo caído del cielo en una granizada. Para abarcar el tamaño del granizo necesitamos un punto de referencia

Llegada del féretro de la reina Isabel II a Edimburgo

Josep Maria Fonalleras

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Empezamos a tener cierta perspectiva histórica para entender el papel de Isabel II. Su figura se asemeja, de hecho, a las monedas que se colocan junto al hielo caído del cielo en una granizada. Para abarcar el tamaño del granizo necesitamos un punto de referencia. Una moneda o, en el caso más reciente de La Bisbal, una pelota de tenis. Isabel II, si se contempla el diámetro de su reinado, la magnitud del paso del tiempo, desempeña este papel. A lo largo de su vida, se han sucedido unos avances tecnológicos y científicos que han hecho variar la percepción del mundo, derrumbe de imperios y aparición de nuevas potencias, catástrofes ecológicas, guerras, maldades. El fin de la historia y el renacimiento de la historia, ahora reconvertida en la consolidación de un capitalismo salvaje y con rendijas sociales y económicas de una magnitud colosal. En estos 70 años, el mundo ha sufrido la evolución más violenta y frenética que jamás se haya visto en el planeta Tierra. Y ella estaba allí, en una posición hierática, con pequeños gestos imperceptibles, con una confianza inquebrantable en la simbología del poder, asentada en ritos y ceremonias. No estoy escribiendo un elogio ni un ditirambo. Sólo constato que Isabel II – ahora que no está – se postula como la moneda (la fijación en una realidad imperturbable, reconocida, tangible) que nos permite valorar la dimensión de la granizada, es decir, de las transformaciones y los signos cambiantes de los tiempos.

Es el caso, por ejemplo, de los medios de comunicación. Su coronación, en 1953, fue la primera que se retransmitió en directo. Ahora, y a lo largo de estos pavorosos setenta años que dan vértigo, el espectador ya no observa planos distantes, breves imágenes protocolarias, sino que ha podido seguir, al detalle, todo el proceso de la muerte de la soberana y de la inicial entronización del nuevo monarca. Pudimos seguir el recorrido del Rolls Royce granate de Carlos III hasta la llegada a Buckingham, a través de las autopistas y los suburbios de Londres, pudimos asistir a una ceremonia que hasta entonces era secreta, la de la proclamación, y también pudimos observar –como si se tratara de una etapa del Tour de Francia– el trayecto del féretro desde Balmoral a Edimburgo. Solo faltaban los comentaristas que alabaran la belleza del paisaje escocés, ese verdor, aquellos castillos y que divagaran sobre qué debía pensar el chófer del coche mortuorio, depositario de tanta responsabilidad. Y lo que todavía nos queda por ver, en este interminable, detallado, televisivo viaje final.

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