La Diada de las emociones tristes
Se ha pasado de unas movilizaciones que proyectaban alegría, inclusividad y proyectos de futuro a, progresivamente, unas movilizaciones que transmiten crispación y resentimiento
Paola Lo Cascio
Profesora de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona.
Hubo y hay un debate muy largo en torno a cuándo empezó el ciclo político que ya todo el mundo identifico con el nombre de 'procés'. La mayoría de los comentaristas lo sitúa en aquella Sentencia del Tribunal Constitucional que recortó algunos de los artículos del Estatut aprobado en 2010. Hay quienes definen su inicio con la celebración de las consultas populares sobre la independencia que se fueron celebrando a partir de 2009. Otros, en cambio, ven el cuándo empezó todo en el miedo que el Govern de Artur Mas tuvo cuando las movilizaciones que confluyeron en el 15-M pusieron en jaques sus políticas austeritarias. Los hay incluso que, más atrevidos y con más atención a la dimensión de la lucha partidista en el campo del nacionalismo catalán, que sitúan las raíces del 'procés' en la pérdida del gobierno autonómico por parte de CiU en 2003 y, posteriormente en la torsión independentista empezada por el partido del pujolismo a partir de 2007. Seguramente el debate seguirá, y seguramente también las posibles respuestas tienen que ver con el elemento que se considera más característico de todo el fenómeno, si la movilización popular, la pugna partidista o los ecos de los vientos identitarios que el conjunto de las sociedades, no solo 'occidentales', están experimentando como mínimo desde la gran crisis financiera de 2008.
Sin embargo, no hay duda de que la salida independentista a la calle masiva se produjo a partir de la Diada de 2012 con aquella imponente manifestación que ocupó las calles de Barcelona de manera casi sorpresiva en lo que respecta a su envergadura. En estos días pues, se cumple finalmente un ciclo de diez años en el que esa cita –antes de 2012 patrimonio o bien institucional, o bien de un independentismo histórico claramente minoritario–, ha ido marcando el inicio del curso político en Catalunya y dando indicaciones en torno a la capacidad de generar empatía en torno a la causa independentista.
En este sentido, es indudable que las Diadas de los últimos diez años han dibujado una parábola claramente descendiente. No tanto -y ciertamente no solo- por la cantidad de personas que año tras año las entidades independentistas han sabido congregar, sino por el tipo de mensajes lanzados, de actores comprometidos con la movilización, y, en definitiva, de lo que, con una expresión anglosajona, se diría el mood de la manifestación, es decir las sensaciones y las emociones que se desprenden de ella.
Así, se ha pasado de unas movilizaciones que proyectaban alegría, inclusividad y proyectos de futuro a, progresivamente, unas movilizaciones que transmiten crispación y resentimiento. No hay dudas de que en ello influyen los hechos –algunos indudablemente dramáticos– que han ido sucediéndose: las movilizaciones hasta el 2015 han marcado claramente un clímax ascendiente, en la medida en que –y con el éxito 9N por el medio–, lo que se iba proyectando desde el movimiento independentista era la voluntad de construir una realidad nueva sin demasiadas concreciones, y, por lo tanto, transitable por una enorme mayoría de personas. Las cosas se empezaron a torcer a partir de la investidura de Carles Puigdemont y de la apuesta por un referéndum unilateral. Se expulsaba así una parte de los que habían acompañado al independentismo y se planteaban unas movilizaciones que –aun cuando siempre se demostraron absolutamente pacíficas–, eran ciertamente más tensas, ya que una parte significativa (más bien mayoritaria) de la ciudadanía empezó a percibirlas como hostiles, excluyentes. Los hechos de octubre y, sobre todo la detención o la salida del país de algunos dirigentes independentistas, así como, especialmente, las sentencias condenatorias de algunos de ellos y posteriormente los indultos, redundaron en un fenómeno doble: la radicalización de los mensajes de los que seguían movilizados y, a la vez, la desmovilización de los menos convencidos. Y hasta hoy, después de dos años de pandemia, con una inflación preocupante, unos partidos independentistas divididos y políticamente inoperantes, la Diada de 2022 se anuncia como la menos inclusiva de todas (no participaran ni siquiera los republicanos), pero, sobre todo, claramente marcada por las pasiones tristes.
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