El estabilizador bipartidista
El bipartidismo, fatigado y con una úlcera de estómago, siempre regresa. Aunque sea imperfecto, no dejó de ser efectivo en los buenos momentos
Valentí Puig
Escritor y periodista.
El bipartidismo es por definición impuro y por esta razón da tantas satisfacciones como disgustos. Su molde se aplica para mantener la estabilidad y para que la identificación política sea accesible. Por eso, centro-derecha y centro-izquierda optan a ser los dos grandes partidos atrápalo-todo, según sus principios o, simplemente, para acomodarse más. Es una de las razones por las que el bipartidismo, fatigado y con una úlcera de estómago, siempre regresa porque, aun siendo imperfecto –con el PNV y Pujol fatalmente a mano–, no dejó de ser efectivo en los buenos momentos. Enfrentado a la ley, el 'procés' ha sido todo lo contrario.
La aparición en tromba de Podemos facilitó la falacia del multipartidismo como el rostro más real del electorado, su identidad rejuvenecida, su legitimidad auténtica. Más allá del PP, Vox también postulaba su autenticidad como derecha de una pieza. Hemos constatado que los extremos son propensos a desflecarse y a entrar en rupturas cismáticas. Al ir desunidos a las elecciones andaluzas, los grupos que –sentados en el Consejo de Ministros– se sitúan a la izquierda del PSOE extraviaron muchos votos. Correlativamente, Yolanda Díaz se desmarca con Sumar y busca empatía universal, menos con el Gobierno que vice-preside. Ni el ciudadano más confiado deja de percibir la deslealtad política y a su modo la acaba castigando, como castiga los partidos desunidos. Después de dejar el Gobierno, Pablo Iglesias ha operado con diligencia en pro del 'sí' a la nueva constitución chilena. El 'no' ha sido memorable.
A la derecha del PP, Vox aspiró a un giro determinante pero va perdiendo impulso expansivo. Macarena Olona, su candidata en Andalucía, después de unos malos resultados parece alejarse del partido y está con la oreja pegada al camino de Santiago pensando, tal vez, en la posibilidad de convertirse en la Giorgia Meloni de España. Así es cuando, más allá del bullicio grupuscular en el Congreso de los Diputados y la agonía de Ciudadanos, reaparece el bipartidismo con dosis variables de bótox, ya sea en el PSOE o el PP.
Como procedimiento, la democracia se manifiesta yendo de crisis en crisis, unas veces como un nudo ferroviario colapsado y otras a la manera de un tren sin frenos o una teatralización de demasiadas cosas a la vez, tal y como sucede ahora. Cuando puede, propugna estabilidad con mayorías de anclaje. Lo que parece es que en España el bipartidismo se recupera después de una temporada de fiebres puerperales. Dependan o no de partidos satélites, el PSOE y el PP saben por experiencia que la división interna se paga muy cara. No es nada 'cool' preferir el bipartidismo prosaico y razonable a los ensueños del pluripartidismo que anida en los extremos, pero es el menor de los males cuando los precios del mercado echan a volar. Entonces se agradece que existan mayorías moderadas, uno de los efectos del bipartidismo. En el mejor de los casos, eso reduce colisiones innecesarias, atenúa las coaliciones, no propaga tanta desafección y retira del juego a algunos aprendices de brujo. Por frágiles que sean las democracias, el bipartidismo es lo más parecido a la política adulta.
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