La otra mejilla de Aragonès
De la Diada de la ilusión (2012) a la de la frustración (2022): el presidente acierta desmarcándose sin miedo del purismo y sienta las bases para abrir un nuevo ciclo
Ernest Folch
Editor y periodista
Ernest Folch
Pere Aragonès no acudirá a la manifestación de la Diada, un peligroso pero audaz movimiento que devuelve la presidencia de la Generalitat al año 2012, cuando Artur Mas decidió no ir por responsabilidad institucional. El presidente prudente asume por fin riesgos de calado ante su socio y lo hace con nuevos argumentos: el más importante, que no quiere apoyar un acto que este año se convoca directamente contra los partidos, y más concretamente contra su partido. Su decisión es a corto plazo arriesgada, y puede movilizar a la parte más radical del independentismo, que contabilizará en contra del presidente cada uno de los asistentes. Ante esta facción, Aragonès es evidentemente un traidor, e inflama la ira de los hiperventilados en las redes sociales, donde se venderá incansablemente que es un 'president botifler’ y vendido al supuesto enemigo, en la habitual, desagradable, pero estéril retórica de Twitter. Es decir, a corto plazo es una decisión aparentemente comprometida, que provoca un coste de imagen en una parte del independentismo. Sin embargo, bien gestionada, puede ser una inversión inteligente a medio plazo.
En primer lugar, corta oficialmente con el independentismo apolítico, lo aleja de las instituciones y termina el imposible juego de equilibrios para contentar a todo el mundo: en su discurso de investidura, Aragonès planteó, sin créerselo, que uno de los objetivos de la legislatura era "culminar la independencia", cuando todavía era preso de la retórica de Junts, y de aquella ensoñación lingüística ha pasado a abrazar ahora un estricto realismo institucional. En segundo lugar, su no presencia le permite visualizar el desmarque que él y todo ERC llevan tiempo realizando respecto al sector más radical del movimiento. La convocatoria enloquecida de la ANC de la Diada (en la que poco sutilmente se llama a presionar a Esquerra y se abre la posibilidad de transformarse en un partido) es la gota que colma el vaso, la encrucijada que separa definitivamente Al independentismo realista del mágico. La escenificación de la ANC, con inquietantes camisetas negras, es la certificación de la frustración de un sector que lleva tiempo insultando a los presos que han pasado tres años en prisión por la causa que ellos defienden, que tratan al Gobierno de Catalunya como si fuesen colaboracionistas de Vichy y que demonizan histéricamente algo valioso en si mismo como es una mesa de diálogo, en un clima que recuerda el separatismo esencialista e irrelevante de los años ochenta. Curiosamente, hay un independentismo que parece empecinado en volver a ser minoritario y que sin duda ha olvidado por qué no hace tanto era capaz de movilizar a más de dos millones de personas. Aquella ola masiva, alegre y transversal del 2012 ha derivado lentamente, también por culpa de la represión, en un movimiento malhumorado, sin capacidad de atracción ni voluntad de ampliarse, con ecos antisistema, cada vez más de derechas y que corre el riesgo de perder la centralidad. En este contexto, es posible que Aragonès sea presentado como un derrotado por una minoría la noche de la Diada. Pero el presidente acierta, porque ha entendido por fin que no tiene que agradar sino gobernar y que a veces hay que saber poner la otra mejilla. Su gesto, de rebote, encuadra una vez más en una foto antipolítica a Junts, que participa esquizofrénicamente de una insurrección en contra del Gobierno que integra. Es posible que estemos asistiendo a los primeros estertores de la ruptura inevitable de un Govern que en realidad nació clínicamente muerto, pero lo que es seguro es que, justo una década después, el presidente antepone su cargo por encima de sus ideas. Es decir, guste o no, entre aquella manifestación de la ilusión y esta de la frustración, se vuelve a la casilla de salida y se cierra un ciclo.
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