Artículo de Salvador Martí Puig

La espada de Bolívar

Felipe VI debería de haber sabido que la toma de posesión de Petro tenía un contenido simbólico excepcional

La espada de Bolívar custodiada por cadetes colombianos.

La espada de Bolívar custodiada por cadetes colombianos.

Salvador Martí Puig

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Muchas veces pasar desapercibido en los eventos sociales es lo mejor, sobre todo cuando uno no debe ser el centro de atención. De lo contrario significa que algo no ha ido bien y que, a pesar del protocolo, alguien ha dado la nota. Esto es lo que le pasó al monarca español en la toma de posesión del presidente electo de Colombia, Gustavo Petro, celebrada el día 7 de agosto. Como todos saben, Felipe VI no se levantó de la silla cuando Petro, después de recibir la banda y jurar como presidente de su país, detuvo el acto y pidió que se mostrara la espada de Simón Bolívar.

La espada de Simón Bolívar tiene un gran valor simbólico. No solo porque representa la hazaña de liberar a Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela del yugo colonial, sino también porque tiene asociado un mensaje de emancipación social vinculado a la llegada, por primera vez en la historia, de un político de izquierdas a la más alta magistratura. La espada es un símbolo de la lucha política del último tercio del siglo XX en Colombia. Una lucha a la que estuvo vinculado el ahora presidente, quien fue miembro de la extinta organización guerrillera M-19.  

Para quien aún no lo sepa, el 17 de enero de 1974 un comando del M19 se robó la espada en la Casa Museo Simón Bolívar, ubicada en el centro de Bogotá, como acto de protesta contra el Gobierno. Los guerrilleros dejaron, en el lugar en que se sustrajo la espada, el siguiente mensaje: "Bolívar no ha muerto. Su espada rompe las telarañas del museo y se lanza a los combates del presente. Pasa a nuestras manos. Y apunta ahora contra los explotadores del pueblo". Después de 17 años desaparecida –dicen que transitó por cientos de casas de los barrios periféricos de Bogotá- el M19 devolvió la espada como gesto de paz en 1991, año en el que abandonó las armas. 

No es de extrañar que Petro, tras recibir la espada, pronunciara: “Llegar aquí junto a esta espada, para mí es toda una vida (…) quiero que nunca más esté enterrada, retenida y que solo se envaine -como dijo su dueño, el libertador- cuando haya justicia en este país”.

Cuando el arma hizo su entrada solemne, los invitados se levantaron y aplaudieron, y el monarca se quedó en su silla. Hay quienes defienden su actitud al señalar que la espada no es un símbolo del Estado colombiano, pero muchos se preguntan -y se regocijan pensando- si el desplante se vincula a algún tipo de trauma borbónico -no digerido después dos siglos- respecto a la emancipación de las repúblicas latinoamericanas, o a una aversión a los proyectos políticos que ponen en entredicho el 'statu quo'. 

Difícilmente tendremos la respuesta a estas preguntas, pero en cualquier caso, el monarca debería de haber sabido que la toma de posesión de Petro tenía un contenido simbólico excepcional. No se trataba de una toma de posesión rutinaria: era mucho más. De aquí la fiesta popular organizada alrededor del evento en la plaza Bolívar, y el protagonismo que adquirió la figura de Francia Márquez, la primera vicepresidenta afrocolombiana y de origen popular.

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