El bufón despeinado
Boris Johnson habrá pasado por el cargo sin ninguna afectación personal, como si ese papel de bufón despeinado ya estuviera escrito antes
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
Quienes crecimos viendo las series de TV-3 en los años 80 llegamos a creer que el humor inglés y el catalán tenían mucho en común. Nanay. Como la televisión pública española —las privadas aun no existían— no emitían series como ‘L’escurçó negre’, ‘Els joves’ o ‘N’hi ha que neixen estrellats’, teníamos otros referentes populares y nos decíamos convencidos: “Tenemos la misma ironía que los ingleses, por eso nos gusta su humor”, como un rasgo que distinguía a catalanes de españoles. Una de las series que más contribuyó a este tópico fue ‘Sí, ministre’. España había estrenado democracia, pero sin cortar del todo los vínculos con la dictadura, y no era difícil intuir que aquellos tejemanejes de poder y la manipulación verbal también formaban parte de la nueva vida política, a todos los niveles. Nanay de nuevo: en el Parlamento español todo era más oscuro, con menos deportividad y más fanatismo —y así sigue—.
Quizá por influencia de ‘Sí, ministre’, a veces me divierto con las sesiones en la Cámara de los Comunes británica. El griterío entre miembros del Parlamento, con los que se levantan para hablar y son interrumpidos o jalonados espontáneamente, y el presidente de la Cámara que grita “¡Orden! ¡Orden!”, me hacen pensar en el jaleo de una comedia en la época de Shakespeare. Es también la aceptación de que ese espacio es un teatro que representa con elocuencia todo lo que ocurre en los despachos de altos funcionarios y ministros, entre bastidores. Esta semana hemos visto una gran función con el discurso de despedida de Boris Johnson, uno de los políticos más ineptos de las últimas décadas. Después de colgarse medallas y dar consejos a quien tenga que sustituirle, acabó diciendo: “¡Hasta la vista, ‘baby’!”, una expresión que hizo famosa Arnold Schwarzenegger en la película ‘Terminator’.
En el discurso de Boris Johnson no había ningún sentimiento de culpa, porque desde el primer día sus decisiones han sido engañosas y a menudo tergiversaban la realidad, como en el asunto de sus fiestas durante el confinamiento por la pandemia. La sensación es que Johnson habrá pasado por el cargo sin ninguna afectación personal, como si ese papel de bufón despeinado ya estuviera escrito antes. De hecho, hace unos meses el periodista Simon Kuper publicó ‘Chums’, un ensayo —aún no traducido— que se explica desde el subtítulo: “Cómo una pequeña casta de ‘tories’ de Oxford conquistó el Reino Unido". Kuper argumenta que en los años 80 en Oxford se fraguó una élite de estudiantes de clase alta que han accedido a puestos de poder y tienen la altivez y la falta de seriedad como una forma de vivir, casi una ética en la que ser fanfarrón es condición indispensable. Boris Johnson es uno de ellos, pero también parlamentarios como Michael Gove, Daniel Hannan, o Jacob Rees-Mogg, todos ellos apóstoles del Brexit. Ahora, para el puesto de primer ministro, suenan los conservadores Liz Truss y Rishi Sunak: una mujer y un hijo de inmigrantes hindús que traerían aire nuevo —si no fuera porque ambos estudiaron en Oxford—.
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