El anarcoindependentismo
El independentismo antipolítico y antisistema que flirtea con la ultraderecha y se reúne con emisarios rusos va camino de volver a la marginalidad de los años ochenta
Ernest Folch
Editor y periodista
Ernest Folch
¿Cómo se ha desinflado un movimiento entusiasta y mayoritario que, entre 2012 y al menos 2015, fue capaz de superar varias veces la brutal cifra de dos millones de personas? ¿Cómo y por qué la mayor revuelta de este siglo en Europa perdió tan rápidamente su espectacular impulso inicial? Hay muchos factores, pero ayuda a responder esta compleja pregunta la reciente reunión que tuvieron recientemente sectores del independentismo de la ANC, Junts y el Consell de la República con fuerzas ultra identitarias de extrema derecha, como el Front Nacional de Catalunya, en Sant Cugat, en la ya denominada 'cuarta vía' del independentismo. El encuentro parece anecdótico pero, en realidad, explica muy bien la autodepuración que ha sufrido el independentismo y que corre el riesgo de enviarlo directamente a la marginalidad. Porque hay un sector que flirtea cada vez con menos vergüenza con el esencialismo, que es en realidad la antesala del supremacismo. Lo que define a esta tendencia cada vez más acusada es, precisamente, la antipolítica: los partidos mayoritarios, aun siendo independentistas, son todos traidores, y sus políticos, todos por igual, 'botiflers' que trabajan en una especie de Vichy, como denominan en un lenguaje cada vez más conspirativo y paranoico.
Paradójicamente, en este universo de desertores y renegados, los depositarios de las iras son los políticos que estuvieron en prisión más de tres años de su vida, precisamente por defender las ideas de quienes ahora les denostan. Políticos que, según estos nuevos puros, deben ser apartados precisamente por haber sido indultados: los que en condiciones normales deberían ser admirados por haber sacrificado años de su vida por la causa son insultados por los que nunca arriesgaron nada. Esta antipolítica es, de hecho, antisistema, y de ahí que abjure a menudo de las instituciones europeas y explore vías folclóricas e inquietantes: la revelación de estrambóticas reuniones en el Palau de la Generalitat con emisarios rusos, horas antes de proclamar la DUI, explican por si solas que el desgobierno del independentismo empezó desde sus clases dirigentes. Un ejemplo de este desconcierto es la extraña reivindicación de las criptomonedas que el propio Puigdemont hace desde hace meses en su cuenta de Twitter, una excentricidad más de este anarcoindependentismo antisistema: ¿se imaginan a algún dirigente europeo reivindicando las criptomonedas que el propio BCE advierte que son un peligro y "no valen nada"? Parte de la inquietante deriva actual tiene que ver con el cortocircuito que produce, en alguna gente de orden, haberse hecho revolucionarios: ser a la vez de derechas y 'punky' antisistema es difícil de sostener sin caer en flagrantes contradicciones. En paralelo, el independentismo pragmático constata que el día a día es difícil y obliga a pactar, a ceder y a tragarse sapos, como la mesa de diálogo donde poco o nada se avanza, el pacto de mínimos para salvar los muebles del catalán y todas las múltiples contradicciones y renuncias a las que obliga el limitado Gobierno autonómico. Lo innegable es que las dificultades del 'mientras tanto', agravadas por la represión, han facilitado reuniones inquietantes como la de Sant Cugat, que ejemplifican la creciente radicalización de una parte del movimiento. Sin duda, hay un independentismo que está consiguiendo volver a la marginalidad de los años ochenta, donde se atomizó hasta el infinito y en el que todos por supuesto eran traidores. Eso sí, su agitación nunca va más allá del sofá de Twitter. Es el anarcoindependentismo, que no entendió entonces por qué salieron dos millones a la calle y tampoco entiende por qué ahora no sale ni el apuntador.
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