QUEMAR DESPUÉS DE LEER

El desafortunado B. S. Johnson

Vuelve por fin a editarse la extravagante caja novela del clásico aún en el margen del experimentalismo británico, un escritor que obsesionó a Jonathan Coe hasta el punto de convertirle en su biógrafo, y que trató, por todos los medios, de liberar a la novela de la idea de la novela

Ilustración L.F

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Laura Fernández

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Una caja puede contener una novela. De hecho, puede ser lo único que la contenga. Eso se dijo Bryan Stanley Johnson, más conocido como simplemente B. S. Johnson, el más famoso escritor inglés experimental de finales del pasado siglo. Convencido de que el mundo después de James Joyce no merecía una literatura que no abrazase, incluso físicamente, el caos, Johnson hizo todo lo posible por desmontar, trascender la propia idea de novela. Quiso el tipo que aprendió latín a solas jugar a convertir cualquier historia escrita en un bosque frondosamente lúdico. Y siempre oscuro. En un artefacto, en su caso, literal. Al menos, así ocurre con 'Los desafortunados' (Rayo Verde), una novela que es en realidad un montón de páginas sueltas, libres, dentro de una caja.

Johnson, que nació en el seno de una familia obrera de Londres y tenía seis años cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, dejó los estudios a los 16 para encadenar un sinfín de trabajos asfixiantes. Fue oficinista en un banco y auxiliar de contabilidad, como su famoso Christie Malry, el protagonista de la deliciosamente absurda, ingenua y, a la vez, cruel, de una crueldad insoportable 'La contabilidad privada de Christie Malry', editada por la desaparecida Libros del Silencio hace una década. Fue incluso empleado de la Standard Oil Company. Pero no solo tuvo trabajos asfixiantes. También tuvo trabajos que consistían en escribir. Por ejemplo, fue, como el protagonista de 'Los desafortunados', periodista deportivo. De esos que cubren partidos en ciudades muy pequeñas.

Ocurre en las novelas de Johnson –fueron tan solo siete, siendo 'Los desafortunados' la cuarta— que se habla de ellas como el lugar en el que pasa lo que se narra. El narrador tiene, en ese sentido, un protagonismo central. Es la voz de la conciencia de la propia novela. Habla con los personajes. Le dice a Christie Malry en 'La contabilidad privada de Christie Malry': "Christie. Me parece que esta novela no se puede extender mucho más. Lo siento". A lo que el personaje contesta: "¿O sea que me queda muy poco?". "Sí, Christie", responde el narrador, "pero sigues hasta el final", y también: "Seguro que ningún lector ni lectora querrá que invente más cosas". A lo que Christie añade un terrorífico: "Si es que hay lectores".

Harto de pasar por excéntrico

Johnson se quitó la vida –se cortó las venas– a los 40 años, harto de ser considerado un excéntrico, un tipo al que no debía tomarse demasiado en serio porque, después de todo, hacía cosas como relatar lo que ocurrió cuando volvió a Nottingham y se encontró con su viejo amigo Tony Tillinghast en los 27 pliegos que componen 'Los desafortunados', la novela no encuadernada que puede leerse en el orden en que se quiera, siempre que se lea al completo –y siempre que se respete la lectura del primer pliego en primer lugar, y la del último en el último–. Y no importaba que lo que hubiese ocurrido fuese doloroso y triste, descorazonador–Tony se está muriendo, y la narración viaja en todas direcciones para devolverlo a otra vida– porque no lo hacía como era debido.

Su figura, clave, junto a Ann Quin –que también acabó quitándose la vida–, en el experimentalismo británico de los 60, sigue al margen del margen, pese a los esfuerzos por ilustres fans como Jonathan Coe, que se obsesionó con él siendo un crío–tenía 13 años cuando le vio en televisión, en un documental despampanantemente absurdo llamado 'Fat Man On the Beach' que se rodó dos semanas antes de su muerte– y acabó escribiendo una biografía —'Like a Fiery Elephant', inédita en español– en la que trató de que "el mundo entendiera lo que había sufrido y lo que había intentado y lo que había conseguido, pero me temo que no lo conseguí", me dijo en una ocasión. Debí convertirlo en personaje para eso, como al Billy Wilder de 'El señor Wilder y yo' (Anagrama), me dijo también.

La caja que contiene 'Los desafortunados' en su relanzamiento en edición española, un cuidadísimo pequeño tesoro poderosamente vivo, insta a los lectores a ser libres. Advierte de que 25 de las 27 partes que contiene fueron pensadas para ser leídas en orden aleatorio, pero, dice también, que si los lectores no están cómodos con el orden aleatorio con el que se presenta ante ellos, son libres de leerlas «en cualquier otro orden también aleatorio». Su deseo de liberar a la novela de la propia idea de la novela –en Albert Angelo agujereó una página para dejar que el lector jugase con la dimensión temporal de la narración eligiendo qué palabras leía primero–, era una manera, su manera, de acabar con el mundo, como lo es en toda la narrativa experimental, una bomba política a su pesar. Un mundo que en su caso, nunca, jamás, le tuvo en cuenta.

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