La manía de la prisa
Hemos inventado el divorcio exprés para mandar a paseo al cónyuge sin demoras. La paciencia ya no es el fuerte de nadie. Pero remontar una mala racha requiere su tiempo, lo mismo que superar un trauma, vivir en pareja o aprender un idioma
Todo rápido. Así lo queremos todo. Se anuncian cursos para dominar idiomas en tiempo récord («y sin esfuerzo», lo cual merece un artículo aparte); hay programas de cocina para aprender a preparar tres platos en media hora; los productos de belleza prometen resultados inmediatos: rejuvenecer en tres días, borrar en una semana las manchas que el tiempo dejó durante décadas o hacer que te salga pelo en menos de un mes.
También el duelo se vive a contrarreloj. Los malos tragos, cuanto más rápido pasen, mejor. Este parece ser el mensaje que se nos lanza desde todas partes. Un minuto de silencio para cada tragedia. ¡Un minuto! Un recordatorio exprés, seguido de un aplauso —el silencio no se aguanta si no viene seguido de un gran estruendo— y de un olvido eterno.
Si un equipo pierde, se analizan los resultados y se destituye al entrenador. Al nuevo, se le piden resultados inmediatos. Hemos inventado el divorcio exprés para mandar a paseo al cónyuge sin demoras. La paciencia ya no es el fuerte de nadie. Pero remontar una mala racha requiere su tiempo, lo mismo que superar un trauma, vivir en pareja o aprender un idioma. Lo mismo cocinar ciertos platos. O envejecer bien.
Me inquieta esta cultura de la rapidez, ya lo habrán notado. Las cosas surgen y pasan de moda sin que alcancemos a comprenderlas. Lo efímero mediocre es menos grave, pero más efímero. Lo terrible duradero es inimaginable. Por eso inventamos la ilusión de la brevedad, tal vez una de las más ingenuas e inquietantes que hemos inventado los seres humanos. En el fondo, sabemos que no es verdad, pero mientras la esgrimimos, la creemos. Al fin y al cabo, también nuestras creencias cambian a toda prisa.
Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, muchas voces de intelectuales europeos pronosticaron que duraría muy poco, que Hitler y sus secuaces serían rápidamente barridos del mapa. Cuando comenzó la Guerra Civil española, hubo idénticos pronósticos con respecto a Franco y los suyos. Exactamente los mismos, con idéntico optimismo e idénticos deseos, que se hicieron el 24 de febrero, cuando Putin se lanzó sobre Ucrania. Nadie entonces podía prever el conflicto que se avecinaba (seguimos sin poder hacerlo), como no lo previeron quienes pronosticaron brevedad en 1939 y 1936. Estamos desde antiguo enfermos del mismo optimismo de la brevedad. Si tiene que haber una masacre, por lo menos, que dure poco.
La verdad es distinta. La verdad es que la humanidad es lenta para casi todo. Para cambiar, para aprender, para llegar a un acuerdo, para salvar la situación, para encontrar soluciones, para entender, para remontar, para querernos. La lentitud es nuestro modo de estar en el mundo, aunque nos empeñemos en soñar con lo contrario. La pandemia nos lo ha vuelto de demostrar. Cuando empezó, hicimos el pronóstico de siempre: durará poco. Luego, nos tragamos nuestras palabras. Y aquí seguimos, haciendo predicciones que no se cumplen, midiendo el tiempo. Tal vez ese es el auténtico problema: el tiempo nos resulta insufrible. Necesitamos mentiras para soportarlo.
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