Desordénalo bien
No veo qué nos lleva a pensar que ordenar un país es más sencillo que organizar una casa, un armario, el fregadero, un cajón
Juan Tallón
Escritor.
Poner orden en un país es dificilísimo. No sé ni por qué lo intentamos. Lleva años, siglos, y al cabo de ese tiempo no hay nada ordenado. Es deprimente y a la vez alentador, porque si un día, al fin, las cosas estuviesen en su sitio, significaría que todo se acabó, 'chau', como cuando pones la última pieza de un puzle y crees que la perfección refulge. Qué haces cuando está completo si no meterlo en una caja y olvidarlo y un día tirarlo. En realidad, es dificilísimo poner orden sobre cualquier cosa, y aún más lograr que dure. No veo qué nos lleva a pensar que ordenar un país es más sencillo que organizar una casa, un armario, el fregadero, un cajón. Casi todo tiende al lugar que no le corresponde. El orden es un sueño inabarcable, y no más necesario que el caos. Al fin y al cabo, para ordenar primero hay que desordenar, porque si no, no haría falta ordenar.
El caos acecha y, cuando bajas la guardia, arremete brutalmente. Son los ciclos de la vida. Ni el orden ni el desorden pueden durar demasiado tiempo nunca. Tú persigues al primero, y después, o al mismo tiempo, el segundo te persigue a ti. Es la matanza diaria, en la que la anarquía y tú intentáis destruiros mutuamente. Quizá nada como la mesa de trabajo ejemplifique la inutilidad de una ordenación ideal de las cosas. En los días más fructíferos estudio la mesa en la que trabajo y veo facturas, notas a mano en 'post-it', libros apilados que tardan años en abrirse, fotos de polaroid, teléfonos, libros abiertos bocabajo, que imitan a bañistas al sol, rodillos 'quitapelusas', bolígrafos sin tapa, tazas de café, cortaúñas –cuando no uñas–, libretas, céntimos de euro que imitan a dinero, un mechero sin gas, un sobre de Espidifen 600 mg. Cuando el caos está así de perfectamente instalado, ocupando y embruteciendo los espacios, ni siquiera lo ves. Casi es relajante.
Hace unos días llegué a casa después de casi dos semanas fuera. Creía que había dejado mi mesa más o menos colocada, con todas mis cosas reunidas en montoncitos, salvo las que no. Pero al entrar en el estudio los montoncitos estaban vencidos, o derretidos, y además se habían añadido a la mesa objetos que componían un cuadro esplendoroso, como los alicates, un bastoncillo de los oídos, cerillas, incluso el corazón de una pera con sus cáscaras. Me mareé, porque el desorden se soporta a cambio de que lo instaures tú.
El abandono provoca aflicción, y las cosas colocadas, una desoladora soledad. Vamos de la paz al revoltijo, y solo entre medias encontramos esperanza. La parte de nosotros que vive pendiente de coger las cosas del sitio que no le pertenece y llevarlas al que le corresponde no se distingue de la tiene como misión sacarlas de su lugar. Ordenar una mesa, un cajón, el contenido de los bolsillos, son tareas que acaban y empiezan a diario. Nunca están hechas. Por qué iba a ser distinto un país, que, en esencia, es un ente sin solución. Olvidamos muy rápido que muchas cosas no tienen un sitio, y deambulan de un rincón a otro buscando un respiro.
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