Artículo de Emilio Trigueros

La buena España

El país que auguraban los versos de Machado está en buena medida ante nosotros, y sin embargo nunca lo celebramos ni lo contamos así

Antonio Machado.

Antonio Machado. / periodico

Emilio Trigueros

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La España de charanga y pandereta del verso de Machado, que algunos días se muestra tan exultante que parece eterna, no lo es. En cambio, aquel país en el que escribía Machado, la España que aspiraba, desde los principios de Giner de los Ríos a la filosofía de María Zambrano, desde la ciencia a la poesía, a cambiar nuestro país a través de la educación y de la cultura, y que tantas veces ha parecido derrotada, nunca lo ha sido. Aquella España habría de tener, profetizó Machado, “su infalible mañana y su poeta”; andando el tiempo, los poetas, los hubo, desde luego; y aquel mañana de entonces es hoy nuestro presente.

La España de la bondad y la inteligencia, del trabajo tenaz y la esperanza, ha sobrevivido a guerras y dictaduras, al terrorismo y a las crisis territoriales, a hundimientos financieros y a populismos de nuevo cuño, se ha transmitido generación a generación y ha perdurado. El legado de nuestros padres y abuelos es inmenso: la integración en Europa, las infraestructuras, una Constitución democrática, la extensión de la educación y la sanidad... El país que auguraban los versos de Machado está en buena medida ante nosotros. Y sin embargo nunca lo celebramos ni lo contamos así. A la que uno se descuida, España sigue apareciendo más como un problema que como una solución.

Es cierto que el precio del crecimiento no ha sido menor. Debido, en parte, a su integración acelerada en la economía internacional, España parece poco dueña de su destino: sujeta a ciclos financieros violentos, dependiente de primas de riesgo y entradas de fondos, inestable políticamente, endeudada, dividida… Esa imagen parcial y seguramente demasiado pesimista responde a que casi nadie consigue situar las cosas en sus justos términos sobre España, pensar y hablar como España. Unos por ambiciones europeístas (que siempre dan para un discurso elevado), y otros por obsesiones localistas (que siempre dan para un discurso fácil), el caso es que pocos se ocupan de ella, y a veces unos pocos hasta intentan apropiársela.

La realidad es que la buena España está en todas partes. Es nuestra incapacidad para tener una visión de nosotros mismos como proyecto colectivo a lo largo del tiempo lo que hace que no la veamos, y lo que impide que sintamos nuestro país en nuestras manos. Dicen los expertos que los huracanes de desinformación digital nos aturden porque no disponemos de un marco organizador en el que integrar hechos y elecciones. Ese marco organizador, que enlaza historia y futuro, sentidos y posibilidades y, en una palabra, entendimientos, a lo mejor resulta que se llama España. Para encontrarla y mejorarla hacen falta, primordialmente, líderes que unan.

En 1829, Johann von Goethe escribió, refiriéndose a las distintas tradiciones europeas de pintura clásica, que los alemanes y los holandeses habían adquirido de los italianos “más intuición y libertad de espíritu”, mientras que los países del sur habían tomado del norte “una buena técnica y una concienzuda ejecución”. La integración de Europa nos ha traído el norte al sur, y hoy el norte y el sur se han hecho indisociables. Igual que no existiría la Unión Europea sin la fuerza organizadora de la capacidad industrial del norte, tampoco habría Europa sin el Mediterráneo. Con todas las insatisfacciones que puedan generar, Europa y España son proyectos de integración, no de dependencia; de cooperación y no de imposición.

El mundo de la híperconexión demanda un flujo de contenidos acelerado, y cuando esta aceleración de la comunicación choca con las limitaciones y fallas de la sociedad, resulta en un presente incomprensible, primario y desesperanzador, donde los alineamientos en bloques preceden a la información, y el ruido y la furia se transforman en estrategias de comunicación.

La realidad es que, por más que las leyes de la atención mediático-digital hagan pensar lo contrario, los árboles nunca crecen si unas ramas se embrollan con otras, obstaculizándose, quitándose la claridad y asfixiándose. Los árboles crecen cuando las ramas se extienden en distintas direcciones a lo largo del tiempo, diseminando hacia la luz sus hojas. Es el equilibrio entre sus ramas lo que hace que el árbol resista a los inviernos y permanezca.

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