Artículo de Astrid Barrio

Partidismo institucional e iliberalismo

La sentencia contra la UPC por vulnerar la neutralidad ideológica es una muy buena noticia para la salud democrática de Catalunya

Una imagen del campus Nord de la UPC

Una imagen del campus Nord de la UPC / FERRAN NADEU

Astrid Barrio

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Por primera vez la justicia ha condenado a una universidad pública catalana, la Universitat Politècnica (UPC), por vulnerar la neutralidad ideológica. Se trata de un fallo en contra de la decisión del claustro de la institución que condenaba las actuaciones del Tribunal de Cuentas contra antiguos miembros del Govern de la Generalitat, entre los cuales figuraban los profesores Andreu Mas Colell y Albert Carreras, por la acción exterior de la Generalitat entre 2011 y 2017, y se solidarizaba con los afectados.  Este pronunciamiento fue denunciado por diversos profesores de dicha universidad por considerar que se habían vulnerado sus derechos fundamentales y que los órganos de la universidad no debían adoptar posicionamientos políticos. La justicia finalmente les ha dado la razón y ha considerado que los posicionamientos políticos no tienen cabida en el marco de la autonomía universitaria, y que la universidad pública, en tanto que administración pública,  está obligada a mantener la misma neutralidad que se exige al resto de administraciones.  

La sentencia es toda una novedad, pero no lo es el comportamiento de muchas universidades públicas catalanas que, en demasidas  ocasiones en los últimos años, se han posicionado públicamente en favor del proceso soberanista y en contra de sus consecuencias judiciales.  Muchas dieron su apoyo al Pacte Nacional pel Dret a Decidir previo a la consulta de 2014 y la propia Politècnica, la Universitat Pompeu Fabra, la Universitat Rovira i Virgili y la Universitat de Barcelona se adhirieron al Pacte Nacional pel Referéndum.  Y la Universitat Autònoma de Barcelona, por su parte, se ha distinguido por un trato claramente desigual respecto a las asociaciones estudiantiles de signo político distinto, con una clara discriminación hacia las entidades constitucionalistas como reiteradamente ha sufrido y denunciado la asociación S’ha Acabat.

Sin embargo, nada de lo sucedido en el ámbito universitario es ajeno al ambiente general que se ha vivido en Catalunya.  El proceso soberanista ha impregnado no solo la vida política sino que ha llegado a contaminar y a condicionar también buena parte de la vida social hasta llegar a normalizar una serie de prácticas. Unas prácticas, en el fondo, muy poco sanas en el seno de sociedades plurales y democráticas, donde numerosas instituciones públicas y privadas se han posicionado en favor del ‘procés’ intentando trasladar una aparente unanimidad que nunca ha existido. Los disidentes que han osado oponerse públicamente han sido criminalizados y vilipendiados acusados de traidores, enemigos o fachas, un trato con un gran componente aleccionador que ha servido para alimentar una espiral del silencio.

Pero lo más grave ha sido y sigue siendo la ausencia de neutralidad institucional y la constante instrumentalización que los líderes independentistas han hecho de las instituciones políticas y de las administraciones bajo su dominio. Lo han hecho en los ayuntamientos, exhibiendo simbología de parte como banderas independentistas o lazos amarillos, lo han hecho en el Parlament, alterando de manera constante su normal funcionamiento, y lo han hecho en el Govern: sin ir más lejos, el ‘president’ Quim Torra fue inhabilitado por una pancarta que comprometía la neutralidad de un edificio público, el Palau de la Generalitat, en pleno proceso electoral. Permiten que las administraciones públicas exhiban apoyo a la causa independentista  y utilizan los medios de comunicación públicos, tanto Catalunya Ràdio como TV3, de manera antipluralista y sectaria, con un claro sesgo independentista tal y como reveló un informe del propio Consell de l’Audiovisual de Catalunya.

Por todo ello es una muy buena noticia para la salud democrática de Catalunya la sentencia en favor de la neutralidad institucional. Son las personas y no las instituciones las  portadoras de derechos, así que exigir neutralidad institucional es defender la democracia liberal. En cambio, hacer que las instituciones se pronuncien políticamente, por mucho que sea en favor de la opinión de la mayoría, excede sus atribuciones y conculca no solo los derechos individuales sino también los derechos de las minorías. Y eso es justamente lo que hay que evitar porque es lo que hacen las democracias iliberales.

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