Envidia de los tatarabuelos
Qué feliz esa generación que podía llenar sus ciudades de motores de explosión sin pensar lo que le estaba haciendo al planeta
Las personas solemos pensar que tenemos suerte de nacer en la época en que hemos nacido. Esto se debe a que el mundo, que no va nunca a ninguna parte, nos ofrece un espejismo de evolución que tomamos en serio. Todos nos congratulamos de vivir épocas mejores que las que le tocaron a nuestros padres y abuelos, y nuestros nietos se congratularán de haberlo hecho en su tiempo y no en el nuestro. Aunque el tiempo que nos toque a cada generación no sea en absoluto envidiable. Yo, y perdónenme el pesimismo, soy de las que piensan que el ser humano ni avanza ni aprende y que solo sirve para inventar dispositivos y cacharritos que le complican la vida y le sitúan ante retos que le vienen demasiado grandes.
Hablando de tecnología. Toda esta lucubración la suscitó esta semana un reportaje radiofónico sobre las 'superilles' de Barcelona. Los expertos las consideran una magnífica idea, necesaria, atrevida, positiva. Máxime cuando Barcelona es, en términos de polución, una ciudad atrasada. O, para que duela menos: una ciudad poco avanzada. Cualquier medida que se tome para mejorar el desastre de la contaminación será estupenda. El señor que hablaba por la radio era —claro— nórdico. Decía que la polución afecta a la salud y a la vida cotidiana. Que los niños cuyas escuelas están en zonas de máxima contaminación se concentran y rinden menos. Decía también que todos los vehículos comerciales deberían ser eléctricos, que hay que incentivar a su compra, cuando no subvencionarla directamente. Y una vez hecho esto, hay que atacar a los vehículos particulares. Que solo circulen los menos contaminantes. Lo cual supone reducir el parque móvil de la ciudad drásticamente.
Escuchaba al señor nórdico. Pensaba que tiene razón y, al mismo tiempo, sentía nostalgia del siglo XIX. Esa época en que imaginar Barcelona llena de coches era futurista. El primer burgués barcelonés que se compró un coche para su disfrute privado lo expuso en un escaparate del paseo de Gracia, para que todos pudieran admirarlo. Luego, lo estrenó. Sin pensar en la contaminación, claro está. Es cierto que tenía otros problemas (por ejemplo, llegar a donde deseaba sin que el coche se incendiara) pero el de la contaminación, ese no era su problema. Qué feliz esa generación que podía llenar sus ciudades de motores de explosión sin pensar lo que le estaba haciendo al planeta, lo que muchos después de ellos le harían a su vez al planeta, sin pensar que sus tataranietos tendrían un mundo lleno de gases, humos y motores y también un auténtico problema.
Y lo mismo sería aplicable a los plásticos —pienso en la generación alegre de nuestros padres, contenta con la orgía plástica que apareció de repente a su alrededor, y absolutamente despreocupada—, al efecto invernadero, a la extinción de tantas especies, al agujero de la capa de ozono y a la crisis climática. A veces, más que celebrar el momento histórico que me ha tocado vivir, envidio la despreocupada ignorancia de nuestros antecesores. Quién pudiera ser como ellos, y esperar los avances del mundo sin sentirse culpable por qué van a hacer ahora los osos polares.
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