Artículo de Miqui Otero

No es un artículo sobre la torta

He encontrado un lugar donde no se habla de la célebre tollina: en la mesilla de noche de mi habitación

El actor Will Smith.

El actor Will Smith. / BRIAN SNYDER

Miqui Otero

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Es curioso que nada genere más debate que un hostión. Es casi tan paradójico como que un buen intercambio de ideas (pongamos, un programa como 'La Clave') generara trifulcas callejeras a trompada limpia. 

Pasó con el cabezazo de Zidane y con el puñetazo de Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez. Y ahora con el tortazo de Will Smith a Chris Rock. El golpe inflama la retórica. Y se analiza todo con más variedad de ángulos que en 'Rashomon'. El antes y después, el pasado sentimental de los implicados, las sustancias, el capitalismo, el factor clínico, la cienciología. Opinan semióticos, inspectores de hacienda, kantianos, negacionistas, camareros, traumatólogos, expertos de bar y expertos de VAR. Absolutamente todo un planeta desentraña ese rapto de ira a la vez. Todos entregados a la anatomía de ese instante. Nadie (y es comprensible, porque esos cinco segundos cristalizan y aumentan el sistema capitalista y la condición humana) habla de otra cosa. 

Incluso yo, que no quiero hablar de la cosa, empiezo mi columna haciéndolo. Rafael Sánchez Ferlosio dijo que “el insulto es la forma más primitiva, originaria, de la diplomacia, en la medida en que esta es el arte de resolver por acuerdos de palabra lo que podría llevar a conflictos armados”. Me gustaría saber qué opinaría Ferlosio de esta torta. Al fin y al cabo incluso Joan Laporta ha dado su opinión en 'La Cope'.

Puede que haya empezado este texto exponiendo el tema, pero lo que voy a intentar no hacer es añadir una opinión al coro. Será difícil. En realidad, con los temas elegidos por los medios de comunicación o con los promovidos por los algoritmos en las redes sociales pasa como con las conversaciones de ascensor: no puedes de repente ponerte a explicarle a un vecino o a un desconocido cualquier movida en la que hayas estado pensando o a decirle cómo te emocionaste ayer con ese libro. 

Y, sin embargo, no estaría tan mal ir así por la vida. Yo, por ejemplo, he encontrado un lugar donde no se habla de la célebre tollina: en la mesilla de noche de mi habitación. Ahí, sí, tengo un ejemplar de 'Los tres mosqueteros', donde Clarence le dice a D’Artagnan que “había reclamado la ayuda de un gentilhombre y no la vigilancia de un espía”. O un ensayo que explora qué tienen en común la invención de la anestesia en el siglo XIX, la fe ciega de los nazis y el desarrollo del Prozac (se refiere al control de las emociones mediante las drogas). O un poema de Emily Dickinson, que habla de la sospecha de que el pájaro que ha emigrado de su balcón lo ha hecho para ensayar nuevas melodías que ofrecerle a su vuelta. En otro, sobre la Revolución Francesa, puedo leer el texto de 1794 de Robespierre donde llama a sustituir “la insolencia por el respeto a uno mismo, el amor al dinero por el amor a la gloria, las buenas compañías por las buenas personas, la intriga por el mérito, la astucia por el talento”. O también puedo leer sobre cómo Cronos le cortó los cataplines a su padre, Urano, y los lanzó al mar para que de la espuma generada por el chapuzón genital naciera la belleza (Afrodita o Venus). O me puedo asomar a una ventana de la meganovela 'La vida, instrucciones de uso', de Georges Perec, y deleitarme otra vez con la historia de ese trapecista que no quería bajar del trapecio. 

Tampoco sé si nos iría tan mal si habláramos un poco más de nuestras mesillas de noche. Si nos atreviéramos a explicarle a cualquier desconocido en el ascensor alguna de estas historietas. A no hablar de lo mismo. Aunque, claro, igual nos ganábamos un tortazo por peligrosos o raros.

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