El ascenso de la extrema derecha

Mensajes ultras de antaño

Esa renacida extrema derecha ha encontrado el terreno abonado para abandonar la marginalidad en un lapso de tiempo relativamente corto sin que, por lo demás, haya precisado revisar a fondo los eslóganes del pasado

El líder de Vox, Santiago Abascal.

El líder de Vox, Santiago Abascal. / Agencias

Albert Garrido

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El auge sin freno de la extrema derecha induce la utilización de un léxico característico, entre orientativo y descriptivo, en el que sobresalen las referencias al nazismo y al fascismo. En el mejor de los casos, en aras de una actualización apresurada de ambas etiquetas, se habla de neofascistas y neonazis, pero los antecedentes de ambas parcelas ideológicas quedan tan lejos de nuestro ‘zeitgeist’ que el prefijo neo puede tenerse por excesivo. Porque hay en el pensamiento ultra de nuestro tiempo unas raíces que remiten a los años inmediatamente posteriores al final de la Primera Guerra mundial, incluso es posible reconocer un poder excitativo en el recuerdo de Benito Mussolini y de Adolf Hitler, aunque presentan tantos elementos nuevos las sociedades y las políticas del siglo XXI que solo algunos autores clásicos sirven para esclarecer el origen de cuanto está sucediendo hoy.

De la docena de razones de diferentes autores que Stanley G. Payne recoge en ‘El fascismo’ para explicar el porqué de los ascensos del Duce y del Führer, vale para el presente, más que ninguna otra, su siguiente formulación: la llegada al poder de ambos fue “la consecuencia de una fase determinante de crecimiento socioeconómico o una fase en el proceso del desarrollo”. Para Edgar Morin, lo escribió hace 20 años, la irrupción de la extrema derecha en nuestros días es el resultado de una globalización –otra fase– que crea islas de riqueza, pero también zonas crecientes de pobreza, desencadenados ambos fenómenos por una occidentalización que engloba al mundo “pero provoca como reacción encierros identitarios, étnicos, religiosos y nacionales”.

La lectura del famoso ensayo de Hannah Arendt ‘Los orígenes del totalitarismo’ alumbra la senda para llegar a los resortes que maneja la ultraderecha para captar la atención en capas sociales que temen un futuro sombrío: “El famoso extremismo de los movimientos totalitarios, lejos de tener nada que ver con el verdadero radicalismo, consiste, desde luego, en este ‘pensar en todo hasta llegar a lo peor’, en este proceso deductivo que siempre llega a las peores conclusiones posibles”. Así, el radicalismo no está en la fundamentación de soluciones radicales para problemas complejos, sino en el anuncio del apocalipsis a la vuelta de la esquina. Dice Edgar Morin –él de nuevo– que el alejamiento de los grandes partidos del pacto social que ellos mismos promovieron en la posguerra ha facilitado enormemente las cosas a los predicadores de la extrema derecha.

Entre las peores conclusiones posibles evocadas por Hannah Arendt se cuentan las que incluyó Oswald Spengler –primeros años del siglo XX– en ‘La decadencia de Occidente’, que su autor definió como la filosofía de su tiempo. El supuesto deterioro de Occidente, de la cultura occidental, de la herencia recibida de los ancestros, compone una imagen de devastación, de ruina y de degradación que se corresponde en gran medida con las proclamas de la extrema derecha en el seno de la aldea global. El nacionalismo, la aversión a la democracia, la defensa de un cesarismo salvador están en el libro de Spengler y, como explica el historiador Peter Watson en sintonía con los análisis de Payne y Arendt, prefiguran el camino emprendido un siglo más tarde por los partidos ultras europeos: populismo, antieuropeísmo, sacralización de la idea de nación, impugnación de las nuevas realidades sociales, diferentes formas de xenofobia, etcétera.

Esa renacida extrema derecha ha encontrado el terreno abonado para abandonar la marginalidad en un lapso de tiempo relativamente corto sin que, por lo demás, haya precisado revisar a fondo los eslóganes del pasado. Las crisis encadenadas, el empobrecimiento de las clases medias, el comportamiento acomodadizo de la socialdemocracia, la pésima gestión de los flujos migratorios son mimbres suficientes, entre otros muchos, para provocar el corrimiento de tierras en curso y justificar el prefijo neo. Pero pervive un vínculo con la demagogia altisonante que llevó a Europa al desastre, amplificada ahora por las redes sociales, por técnicas de intoxicación y propaganda de una eficacia insospechada que sí, autorizan el neo, pero solo por su novedad tecnológica; no, por cierto, por el contenido e intención de los mensajes, que son los de antaño.

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