Tensión en el este de Europa

Rusia y nosotros

España no es, en absoluto, ni una potencia militar ni puede jugar un papel relevante en el conflicto de Ucrania

La fragata 'Blas de Lezo' zarpa desde Ferrol hacia aguas del mar Negro en misión de la OTAN

La fragata 'Blas de Lezo' zarpa desde Ferrol hacia aguas del mar Negro en misión de la OTAN / EUROPA PRESS / JOSÉ DÍAZ

Santi Terraza

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No hay dos guerras iguales, ni tampoco dos conflictos exactos. Ni dos escenarios bélicos calcados, ni dos estrategias disuasivas miméticas. Cada operación parte de un contexto geopolítico, militar y económico diferente y de unos condicionantes específicos. También ahora, en el caso de Rusia y Ucrania, un territorio que queda lejos, muy lejos (desde muchos puntos de vista), de la Península Ibérica.

El 'No a la guerra' con el que se identificó el 90% de la población española en 2003 ante el despropósito de Bush, Blair y Aznar en Irak no es en absoluto trasladable a la escalada prebélica entre Putin y Biden, a pesar de las proclamas de los dirigentes de Podemos, necesitados de nuevas referencias en la calle y en el submundo de las redes sociales. Tampoco serviría ahora la justificada intervención de Estados Unidos en Bosnia para frenar las matanzas serbias, ante la pasividad europea, como ejemplo de lo que se debería hacer en Ucrania. El conflicto entre Moscú y Kiev, en caso de finalmente llevarse a cabo, sería la primera guerra supranacional en Europa con la intervención directa de una potencia militar desde 1945. No hay nada escrito anteriormente sobre esto; tampoco el fracaso soviético en Afganistán.

Bosnia despertó un profundo sentimiento de solidaridad –y cooperación– entre la población catalana; Irak provocó la airada protesta ante el sinsentido de los dirigentes de las Azores, y Siria ha motivado una indignación transversal por los daños colaterales sufridos por los refugiados. Pero nada de esto sirve para medir cómo una guerra entre Rusia y Ucrania afectaría a las sociedades catalana y del conjunto del Estado, más allá de la repercusión económica por el encarecimiento de los servicios energéticos.

Porque si hay una diferencia clara entre la Península ibérica (incluida Portugal, por supuesto) y el resto de Europa en relación a la esfera internacional es, fundamentalmente, el bajo nivel de dependencia geopolítica respecto a Rusia. No es solo una cuestión de distancia (Madrid está a más del doble de quilómetros de Moscú que Berlín), sino también de huella política, influencia económica y recorrido cultural.

La sociopolítica de hoy es consecuencia de la gestión de los mapas de ayer. La herencia rusa en Francia (desde la invasión napoleónica de Rusia hasta la alianza en la Gran Guerra) se mantiene resistente en un país que nunca renuncia a ejercer un criterio propio en la política internacional. Un país que, además, tiene como presidente a uno de los pocos estadistas de Europa y que no necesita pedir permiso para reunirse con quien considere oportuno: Macron –como anteriormente De Gaulle, Miterrand, Chirac e incluso Sarkozy– tiene relato propio en la agenda internacional.

En Alemania, los vientos rusos llegan siempre con la fuerza propia del levante. Por su ubicación geográfica, por su historia cíclica y por su capacidad económica, cualquier movimiento que venga del este le afecta de lleno. Y acostumbra a ser en su contra. Todas las guerras con Rusia las ha pagado caras. Y esta no lo sería menos, aunque solo se limitara a las (importantes) consecuencias derivadas del suministro energético.

También Italia ha tenido históricamente un ojo puesto en el este. Como mínimo, desde los tiempos de Marco Polo. Y en los últimos años ha realizado no pocos movimientos de acercamiento a Rusia –algunos de ellos con clara intención de desestabilizar la UE–, protagonizados por el populismo de la Liga y M5S. Pero también los ha habido por parte del 'establishment', que busca aprovechar el enorme mercado de Europa del Este y Asia. Esta misma semana, algunos de los empresarios italianos más importantes se han reunido telemáticamente con el mismo Vladimir Putin. Algo que sería impensable trasladado a España.

Los movimientos de una fragata, irrelevantes desde un punto de vista militar, y el falso pacifismo de un supuestamente renovado 'No a la guerra' no son más que gesticulación

En cambio, la huella rusa en la España contemporánea se limita a episodios aislados en la Guerra Civil o, poco después, a la ingrata participación de la División Azul en el sitio de Leningrado. Ni tan solo en las formaciones políticas más extremistas (en la derecha y la izquierda) han logrado que una posible adhesión a la causa rusa actúe como un elemento antisistema de relativa influencia. Por no hablar de los delirios de una parte del independentismo más intransigente que soñó algún día con la entrada de Putin por la Diagonal…

España era atlantista desde mucho antes del referéndum de Felipe en 1985. Pero no es, en absoluto, ni una potencia militar ni puede jugar un papel relevante en el conflicto. No hay ninguna duda que su posición debe de estar en la defensa de la soberanía de Ucrania y de los valores occidentales y democráticos, algo que en la Rusia de Putin falla ostensiblemente. Pero la gesticulación de los movimientos de una fragata –irrelevantes desde un punto de vista militar– y el falso pacifismo de un supuestamente renovado 'No a la guerra' no son más que eso, gesticulación. Rusia queda muy lejos.

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