Lenguas minoritarias

Constitución y lengua: un pecado original

El objetivo final debe ser permitir que todos puedan hablar y escribir en su lugar de origen en su lengua materna, particularmente en las instituciones, que deben contestar en la lengua utilizada por el ciudadano

Ejemplar de la Constitución

Ejemplar de la Constitución / Europa Press

Jordi Nieva-Fenoll

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No fue fácil salir de una situación de negación de las lenguas minoritarias habladas en España que en no pocas ocasiones históricas tuvo auténtica vocación de exterminio cultural. Desde los años finales de la dictadura, primero a través del arte y el voluntarismo, y luego a través de la parcial cooficialidad constitucional, esas lenguas consiguieron un impulso inédito desde el siglo XVIII. Por fin los padres iban a hablar con sus hijos en su lengua propia sin pensar que les estaban transmitiendo un idioma inútil. Por fin se iban a aprender esas lenguas en todas las escuelas. Por fin iba a desaparecer el analfabetismo en dichos idiomas. Catalunya, Valencia, Baleares, Aragón, Navarra, País Vasco, Galicia, Asturias y otros lugares limítrofes de los citados estaban llenos de personas que hablaban en su lengua minoritaria, pero escribían cartas a sus familiares en castellano porque no sabían escribir otra lengua. Todo eso pasó en España.

Lo anterior es ignorado por la enorme mayoría de españoles monolingües, o simplemente dejado de lado. Lo asumen, o bien como algo natural dada la potencia mundial del castellano, o bien como un objetivo claramente supremacista de predominio de su cultura que les satisface. Este último grupo es minoritario, por fortuna, pero hace un ruido tremendo con frecuencia, casi tanto como el que arman los –también pocos– que desearían la eliminación del castellano en algunos de los lugares antes citados, activando políticas lingüísticas como las vigentes durante el franquismo. Siempre me ha sorprendido observar el mimetismo político de ambos grupos y su poquísima consciencia de ello.

Cuando es la hora de la política más eficiente, es decir, cuando se pactan apoyos para investiduras o nuevos estatutos, el tema de la lengua no suele estar tan presente. Los políticos son conscientes de que es un asunto muy emocional y por ello, pese a que suelen hacer buen uso del mismo en períodos electorales, a la hora de las negociaciones no acostumbra a tener nunca un peso importante. Es un tremendo error, porque aunque sea un tema difícil, su resolución hubiera traído una desinflamación notable de los conflictos territoriales al restarles emotividad, y eso hubiera sido bueno para todos. Pero, a veces, bien parece que no se desea que cese el conflicto. Todos los objetivos políticos, todos, son de consecución más sencilla en situación de distensión. Pero hasta que no se borre de muchos políticos la idea de que el conflicto produce votos, no habrá nada que hacer.

Y es una lástima, porque la resolución no es compleja. La Constitución española, que proclama en su artículo 14 el derecho a la igualdad, mantiene una desigualdad inexplicable en su artículo 3: todos los españoles tienen el deber de conocer la lengua castellana, que es solo una de las lenguas de España. No existe el deber de conocer el resto de idiomas en los territorios en que se hablan. ¿Por qué? Cualquier razón que puedan concebir no se puede defender con los derechos fundamentales en la mano. Solo el mantenimiento de una imposición histórica, supremacista en origen, es la que avala esa norma. Claro está, es cómodo que todos los españoles hablen una lengua común, particularmente para los que tienen esa lengua como materna. Pero… ¿y el resto? ¿No tienen derecho a poseer una comodidad parecida a los otros, al menos en el lugar en el que viven?

El aprendizaje del castellano es interesante no solo para la intercomunicación entre españoles, sino porque abre la puerta a un universo de casi 600 millones de hablantes, pero no se trata de eso. El gallego también permite comunicarse con casi 300 millones de hablantes de portugués y nadie, por desgracia, lo está apoyando realmente desde las autoridades. Cifras aparte, el objetivo final debe ser permitir que todos puedan hablar y escribir en su lugar de origen en su lengua materna sin obstáculos ni malas caras, particularmente en las instituciones, que deben contestar en la lengua utilizada por el ciudadano, y no al revés, que es lo que ocurre en las dictaduras. 

Todo ello solo se consigue si las lenguas tienen estatus de igualdad constitucional en cada territorio, no si una es obligatoria –el castellano– y el resto dependen de la buena voluntad de las gentes y las autoridades. ¿Lo lograremos algún día?

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