Comida rápida

Menos cocina, más plástico

La pandemia y el confinamiento nos han malacostumbrado a comprarlo todo por Internet, un modelo que perjudica al comercio de barrio y se apoya en unos trabajadores con sueldos precarios

Supermercado

Supermercado / Manu Mitru

Jordi Puntí

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Hace unos meses se hizo viral un vídeo que contaba cómo funcionan los supermercados fantasma. Muchos descubrimos entonces que estos establecimientos, más discretos que un burdel, existen en Barcelona y quizás incluso en los bajos del edificio en el que vives. El reportaje mostraba las prisas de unos trabajadores que completaban un pedido en dos minutos para que después un repartidor lo entregara al cliente antes de diez minutos. La encargada elogiaba el trabajo en equipo y dejaba una frase para la historia de la explotación laboral: “Puede ser estrés… o puede ser adrenalina positiva”. Desde entonces, al salir a pasear por la ciudad, veo a menudo a los motoristas con los colores llamativos de los supermercados fantasma, siempre acelerando para no llegar tarde, e inevitablemente me pregunto quién será el imbécil que quiere que le traigan la compra a casa en sólo diez minutos.

La pandemia y el confinamiento nos han malacostumbrado a comprarlo todo por Internet, ya sea en grandes plataformas o restaurantes, un modelo que perjudica al comercio de barrio y se apoya en unos trabajadores con sueldos precarios. Mientras, en el otro extremo del móvil, unos señores sin nada que hacer se enriquecen y pagan sus impuestos en paraísos fiscales. Ante el fenómeno de los supermercados fantasma, los hipermercados han puesto el grito en el cielo. Competencia desleal, etcétera. Pero resulta que ellos son el eslabón previo de una deriva lamentable. La cosa fue así: no hace ni 40 años, la gente compraba en los mercados y colmados del barrio —ese matrimonio que atendía con bata azul y te conocía por tu nombre—. De repente, las concesiones indiscriminadas a supermercados y franquicias aplastaron el modelo de proximidad en los barrios y pueblos, y luego los centros comerciales y las grandes superficies acabaron de liquidar los negocios familiares. Como siempre falta sal o café, la tienda de la esquina renació: ahora a menudo está en manos de pakistaníes y sin la complicidad vecinal de antaño.

Esta dinámica impersonal y al por mayor hace que comamos cada vez peor. Lo explica la arquitecta Carolyn Steel en 'Ciudades hambrientas' (Capitán Swing), un libro que debería venderse en los mercados municipales, nuestra última esperanza. Steel analiza cómo se nutren las grandes ciudades y a través de qué estrategias la alimentación está en manos de las grandes marcas. También explica que la abundancia de los supermercados es un espejismo que nos quiere hacer creer en la diversidad, y cómo la producción local debe luchar contra unas políticas que restringen la libertad de elección y favorecen un mercado industrializado. El ritmo trepidante de las ciudades, la oferta excesiva, hace que cada día cocinemos menos, y así acabemos comprando frutas cortadas y envasadas en plástico.

“Una ciudad es lo que come”, escribe Steel. Barcelona quería ser la mejor tienda del mundo y a su rebufo crecen los supermercados fantasma. Quizás es hora de llamar a Núria Feliu y recuperar aquella campaña tan exitosa, “Vine al mercat, reina!”.

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