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La nostalgia ya no es lo que era

Rafel Nadal Farreras admite abiertamente sentir nostalgia de su pasado. Aun así, se reconoce más feliz ahora que cuando describía su niñez en ‘Quan érem feliços’ porque vive con más intensidad que cuando todavía todo era posible.

Entrevista con el periodista y escritor Rafel Nadal

Entrevista con el periodista y escritor Rafel Nadal / FERRAN NADEU

Josep Cuní

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La frase apareció en una pared de Nueva York ya nadie sabe cuándo. Era un grafiti mucho antes de que esas pintadas se consideraran arte. Fue incluso antes de observarlas como garabatos que ensuciaban paredes. Muchísimo antes de Banksy, el mensaje existió. Probablemente porque “el autor tuvo la necesidad de escribir sobre el muro que ya no era lo que había sido. Quizá estaba contento de haberse desprendido de ella. Quizá triste de no encontrar en torno a él nada que la suscitara”. La sentencia impactó a Simone Signoret. La anotó y se la llevó a París para discutirla con Yves Montand, su marido. Y quedó flotando en el ambiente para su libre interpretación hasta que decidió convertirla en el título de sus memorias: ‘La nostalgie n’est plus ce qu’elle était’ (Éditions du Seuil, 1976). Y se hizo historia.

Aceptémoslo, la nostalgia es un bálsamo. O como escribiría García Márquez, el sentimiento que borra los malos recuerdos y magnifica los buenos. La mirada hacia atrás, limpia y consciente, que ayuda a luchar contra el olvido sin caer en la melancolía. Esa sí, un riesgo potencial. Y si hay un momento del año que invite a esa carencia contrapuesta o complementaria al presente, es ahora. La Navidad. Tiempo de tradiciones que, aún actualizadas, rememoran inevitablemente la infancia.

 “Em desperta la nostàlgia la missa del gall en una esglèsia de muntanya i el camí de tornada, a les fosques, ben abrigats amb la bufanda al coll i les mans a la butxaca de l’abric”. Rafel Nadal Farreras (Girona, 2 de octubre de 1954) admite abiertamente sentir nostalgia de su pasado. Aun así, se reconoce más feliz ahora que cuando describía su niñez en ‘Quan érem feliços’ porque vive con más intensidad que cuando todavía todo era posible.

Aquel premio Josep Pla 2012 fue el inicio de su introspección hacia lo que íntimamente había repudiado como correspondía a todo contestatario orgánico de finales del franquismo. En especial si, procediendo de una familia conservadora, buscaba la playa debajo de los adoquines de la ciudad. No era la primera vez ni sería la última que hurgaba en la memoria, solo que en aquella ocasión era la propia y sin disimulo. Luego vendría ‘Quan en deiem xampany’, saga familiar a caballo entre Catalunya y la Champaña francesa. Cierra ahora la trilogía ‘Quan s’esborren les paraules’ (Columna). Sin duda su libro más sincero y sentimental, en el que los guiños al humor con sus nietos son tan consistentes como el ojo avizor que emociona y conmueve al mostrar la desesperación del hijo que no entiende primero y se resigna después a la pérdida del padre creído inmortal mientras observa a la madre, antaño vital e instructiva, sentada inmóvil y silenciosa frente a una ventana, mirada huida tras los cristales, que nunca concreta ninguna imagen y nunca se sabe lo que piensa porque nunca suelta palabra ni sonido. Y así fue como “un dia, la boira que enfosquia la memòria de la mare va començar a esborrar les meves coses, els meus records, els que ella alimentava, els que només ella havia viscut i havia mantingut per a mí”.

Comunicación que probablemente empezaba cuando cualquier madre, observando a su recién nacido en la cuna, entonaba para sí “fes nones reiet, fes nones fill meu, que ets un angelet, que m’ha enviat Déu”. Suena Dyango, nostálgico, de fondo.

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