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Editorial
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Editorial
Rusia y China retan a Biden
La alianza entre Putin y Xi Jinping y la disposición del presidente de EEUU a enfrentarla vaticina malos tiempos cuando más necesarias son respuestas globales
La respuesta de Rusia y China a su exclusión de la Cumbre por la Democracia convocada por el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, la semana pasada se concretó este miércoles en la videoconferencia que mantuvieron Vladimir Putin y Xi Jinping, que reunió todos los ingredientes de un matrimonio de conveniencia. El memorial de agravios de ambos líderes, con una influencia global reconocible –más en el caso chino que en el ruso– asomó por las cuatro esquinas de la conversación y el propósito de tensar las relaciones con la Casa Blanca y sus aliados, particularmente Europa, también. Nada quedó en el tintero, de la situación en Ucrania al boicot diplomático estadounidense a los Juegos Olímpicos de Invierno que se celebrarán en Pekín, del apoyo chino a las garantías en materia de seguridad que Rusia reclama a la Unión Europea y a la OTAN a la necesidad expresada por China de aumentar la cooperación con Moscú en materia de seguridad, que es tanto como decir militar.
Más allá de la retórica al uso, la impresión que deja la cumbre telemática es que quien fue en busca de apoyo estratégico fue Putin, mientras Xi mantuvo el perfil de quien se halla en condiciones de disputar la hegemonía a Estados Unidos y gestionar el multilateralismo según sean sus necesidades. El hecho es que aunque Rusia y China son miembros de la Organización de Cooperación de Shanghái en igualdad de condiciones, el dinamismo y diversificación de la economía china otorga un incontestable plus de influencia a la Ciudad Prohibida, mientras que el monocultivo energético ruso hace al Kremlin especialmente vulnerable a las oscilaciones de los mercados.
Al mismo tiempo, el recurso de Putin a la política de las emociones –el recuerdo de la grandeza de la URSS, asimilado a la grandeza de Rusia– le ha llevado a legitimar ante sus conciudadanos algunas apuestas arriesgadas, de las que la más desestabilizadora de la geopolítica europea es, sin duda, Ucrania. Nada de eso precisan los gobernantes chinos, al frente de una máquina productiva que ha transformado por completo el país en un cuarto de siglo y ha hecho del Partido Comunista una plataforma para difundir un nacionalismo de última generación que apenas mellan casos como el de la tenista Peng Shuai.
Todo lo cual no evita que cunda la impresión de que esa alianza 'ad hoc' ruso-china y la disposición de Biden a enfrentarla con sus aliados con ímpetu renovado vaticina malos días y que se tema una rememoración de la Guerra Fría con nuevas reglas, acaso más imprecisas de las que rigieron entre la URSS y Estados Unidos, con la guerra híbrida como instrumento de probada eficacia para desencadenar estados de crisis. Ni Estados Unidos está dispuesto a aceptar sin más el tránsito de hiperpotencia a potencia obligada a compartir espacios de poder planetario con China ni entra en los cálculos rusos plegarse sin más a la realidad de que, a pesar de disponer de un gran arsenal nuclear, carece de los mimbres precisos para participar en la siempre arriesgada carrera por la hegemonía.
El peligro implícito está en que la tensión entre el nuevo bloque oriental y Occidente siga la lógica de una escalada clásica en momentos en los que en el camino de la rivalidad entre grandes potencias se cruzan dos asuntos acuciantes: la lucha contra la pandemia y contra la emergencia climática. En ambos casos, las estrategias globales son las únicas eficaces, pero ahora mismo parece una quimera pensar en ellas.
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