Artistas callejeros

Grafiti

Conviene distinguir al artista callejero del 'tagger' que siente la necesidad de marcar el territorio con su acrílica micción

Grafiti en la calle Puiggarí.

Grafiti en la calle Puiggarí. / CARLES MAS

Alejandro Giménez Imirizaldu

Alejandro Giménez Imirizaldu

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Con la turra de lo sucia que está la ciudad de Barcelona no queda otra que calzarse las katiuskas y salir a comprobarlo. Resulta que no era para tanto: las aceras discurren limpias, motos aparte, las papeleras no desbordan, la gente recicla más o menos y, salvo alguna mascarilla, el panorama dista del apocalipsis zombi que pronosticaba la Barcelona pospandémica. Al levantar la vista del suelo puede, no obstante, comprenderse mejor esa sensación de abandono. Los grafitis proliferan formando un zócalo que en algunas calles del centro se acumula hasta la costra.

Barcelona ha sido buena anfitriona del arte urbano, a pesar de una de las ordenanzas municipales del paisaje más estrictas y minuciosas de Europa. La ordenanza protege a arquitecturas y ciudadanos de los excesos semánticos. Y sin embargo ha tolerado obras de Keith Haring, Marika, Blu, Liz Kueneke, Rodríguez-Gerada, Mark Jenkins, Francisco de Pájaro, Tvboy y otros creadores de renombre -o anonimato- internacional. Incluso algún Banksy. Conviene distinguir al artista callejero del 'tagger' que siente la necesidad de marcar el territorio con su acrílica micción. El artista de verdad descubre espacios insólitos, comunica mensajes de interés y explora técnicas alternativas al aerosol. Más ingeniosas. Menos agresivas. Reversibles. Pero aún se halla en minoría.

En clase de construcción el profesor Ignacio Paricio ofrecía un consejo impagable: “Perseguid al de la silicona”. El operario del polímero maldito conduce directamente al lugar donde un error de proyecto o ejecución anuncia la gotera. Algo similar ocurre en el espacio público. Perseguir al del espray nos lleva al rincón en que los flujos cívicos se detienen, se enquistan y necrosan los escenarios colectivos. El arte, incluso el mejor, revela pero no resuelve.

¿Cómo actuar ante este fenómeno desbordante?

Una primera respuesta: sancionar. Mala idea. A estos chicos no hay quien los pille con las manos en la lata. Y las pocas multas, 44 este año, pinchan en el hueso de la insolvencia.

Una segunda: entender. La piel urbana tiene la capacidad de ofrecer contenidos, pero los mensajes que emite son comerciales -de cosas que el grafitero no puede permitirse- o electorales -que levantan más desapego que expectativa. Súmese un paro juvenil de casi un 40% y muchos comercios cerrados.

Una tercera: educar. El espacio público es casa de todos y el grafiti una forma de expresión que pasa por revolucionaria pero lleva más de medio siglo con las mismas formas, técnicas, posiciones y mensaje: yo, yo y yo. La pintura en aerosol se inventó en 1949 y se popularizó aquí en los 80 del siglo pasado. Sois más antiguos que las pesetas, amiguitos.

Una cuarta: proteger. Hay soluciones que preservan las superficies delicadas. Las persianas metálicas de concha o aro son inmunes a las pintadas, favorecen la transparencia y dan sensación de seguridad si se mantiene un poco de luz en el interior de las tiendas. Los barnices transpirables de última generación protegen la piedra natural y la madera y permiten limpiar con relativa facilidad. Las plantas trepadoras proporcionan un escudo natural a las fachadas.

Una quinta: repintar. Es una guerra sin cuartel porque tal como se pinta reaparecen nuestros aguerridos firmantes. Se trata de ser más rápidos y tenaces que ellos para evitar el efecto bola de nieve de sus primeras expresiones.

Para que lo anterior surta efecto es indispensable una acción integrada de los distintos responsables de lo público, que ahora se reparten el marrón entre BCNeta (paredes), Vía Pública (mobiliario), Patrimonio (edificios catalogados), Cultura (peanas y esculturas), Paisatge Urbà, Mobilitat, Parcs i Jardins, los distritos y los titulares de las distintas cajas de instalaciones. También deberían participar los comerciantes y propietarios de inmuebles, y beneficiarse de las soluciones específicas a cada situación. Por último, no estaría de más implicar a las empresas que venden pintura, mediante campañas de fomento de un arte urbano responsable y de calidad. Los fabricantes de espray podrían lanzar líneas de productos más fáciles de limpiar, secretamente orientados a los 'taggers'. Harían doble negocio: con la pintura y con el producto limpiador.

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