La sobremesa
Me gustaría poder poner las palabras que explicasen lo que importan los momentos sin importancia, los instantes que no se programan
José Luis Sastre
Periodista
José Luis Sastre
Quisiera llevarles a esa mesa con ruidos de fondo y platos variados en la que han detenido el tiempo, para que vieran a un grupo de amigos sin trascendencias, sin pretender siquiera aparentar nada. Como si habitaran un mundo sin redes sociales ni fotos con las que disimular que no son lo que quisieron llegar a ser: porque nadie es eso del todo, aunque eso lo aprendamos tarde. Quisiera que vieran al grupo porque, en ese pequeño milagro sin imposturas, se dejan hablar unos a otros y hasta se diría que se escuchan, salvo cuando alguno se arriesga a pontificar de un central o un mediapunta o de la última serie, la que no te puedes perder y cómo es posible que no hayas visto.
A ratos se ponen serios y sería difícil soportar con ellos la velada de Nochebuena, pero la mayor parte del tiempo están ocurrentes y divertidos, resueltos a intercambiarse las nostalgias y a reconstruir anécdotas del instituto o de la universidad o de cualquier otra parte que o no sucedieron nunca o nunca sucedieron así; pero qué más da eso si lo que da es el momento y rematarlo luego con una carcajada y una copa de vino. Qué típico, dirán, y hacen bien en decirlo. Pero verán: según qué tópicos no están tan mal, porque hay tópicos que no hemos vivido o no hemos vivido tanto. Desde luego, no lo suficiente. En la rutina diaria, los esfuerzos de verdad los solemos dedicar a perder el tiempo con asuntos distintos que, por lo que sea, nos parecen más trascendentes. Por ejemplo: fingir.
Me gustaría poder poner las palabras que explicasen lo que importan los momentos sin importancia, los instantes que no se programan, y describir el valor de una sobremesa que se alarga, de la última y nos vamos, del momento en que los comensales se encanan, que es el verbo más vital de los que tiene el diccionario, y estallan en una risotada sincera por la que los de la otra mesa, muertos de la envidia, se miran y se dan codazos igual que los matrimonios que desayunan juntos cada mañana y no tienen nada que decirse ni que mirarse.
Uno puede esperar, en fin, a que le llegue un golpe duro o una enfermedad para ponerse a saborear los pasajes bonitos aunque, en ocasiones, la vida te premia con la lucidez precisa para mirar a tu alrededor, ver la escena en la distancia y pensar, feliz: era esto, era esto. Seguro que todo eso ustedes ya lo saben, pero igual les pasa como a mí: que cada vez he de esforzarme más para descubrir lo obvio, escondido en aquellas pequeñas cosas a las que cantaba Serrat y que se reducen a un paseo o a una charla: en general, a lo que puedes compartir con los demás.
En muchas sobremesas, una amiga encuentra el punto solemne para decir: esto es lo que nos vamos a llevar, y yo me quedo siempre con las ganas de preguntarle que adónde, adónde nos lo vamos a llevar si esos ratos se evaporan, enterrados por una mezcla de frustraciones y expectativas. Y cuando vienes a darte cuenta se han vuelto un recuerdo: algo que fue verdad y que ahora es nostalgia, a expensas de la fragilidad de nuestras memorias. Aprovechen.
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