Cuando se bebía menos y se leía más
No tengo muy claro a qué se refieren cuando dicen que se leía más o que se bebía menos. Quizá lo que dicen es que se leía y bebía “mejor”
Miqui Otero
Escritor
Me hace mucha gracia cuando se dice que antes se leía más. Casi tanta como cuando se dice que antes se bebía menos.
Los que dicen lo primero supongo que se refieren a principios de los 60, cuando un 10% de la población española no estaba ni alfabetizada y encontrar una librería en la mayoría de zonas del país era más dificil que cazar un hipogrifo. Asumo que era en esa época cuando leíamos tantísimo. O quizá es que todo se torció a mediados del siglo XV, cuando la maldita imprenta de tipos móviles de Gutenberg lo estropeó todo. Antes de antes, sí que el pueblo devoraba códices copiados a mano por amanuenses y no ahora, con tanta pantalla. Aunque todo el mundo sabe que el verdadero salón de lectura era la cueva de Altamira, por mucho que faltaran unos 34.000 años (mes arriba, mes abajo) para que se inventara el alfabeto griego.
Los que aseguran lo segundo, arrebatados por las imágenes de consumo de bebibles en la vía pública, indignados por los nuevos vicios de la juventud, imagino que se refieren a sus infancias, cuando su pediatra quizá les pasaba consulta tirando de un Ducados y de la nube de humo que era su cabeza salían palabras con olor a Brumell y Soberano. O cuando, antes de los nuevos reglamentos o las campañas agresivas de concienciación, las carreteras nacionales españolas eran Mad Max, con una tasa de alcohol por litro de sangre en vena que le haría cantar en público ‘El barbero de Sevilla’ hasta al más tímido. O quizá se refieran a los pubs con cubatas en vaso de tubo a 150 pesetas. O quizá a las marmitas gigantescas de cerveza (o algo parecido a la cerveza; la usaban como alimento para poder repartirlo sin discusiones) de algunas civilizaciones prehistóricas.
No tengo muy claro a qué se refieren cuando dicen que se leía más o que se bebía menos. Quizá lo que dicen es que se leía y bebía “mejor”. En tal caso solo habría que hablar del volumen (y la diversidad pasada por censura) de publicación o habría que señalar el variadísimo ecosistema de licores en una barra de bar a la hora del “desayuno”.
Si me lo permiten, añadiría las cifras presentadas en el Fórum Edita hace unas semanas en Barcelona: la venta de libros ha subido un 44% en el último año (un 17% si comparamos con 2019, el último Año Antes de la Pandemia). O les señalaría las colas en la Feria de Madrid o en La Setmana del Llibre.
Para calmarlos sobre el alboroto en la vía pública, les recordaría que los robos violentos en un botellón (en una fiesta en la calle cuando no hay opciones de celebrarla en otro sitio, cuando se ha regenerado el ocio de los mayores pero no se ha repensado el de los adolescentes) no son culpa de las víctimas de esos robos. Dimensionaría los episodios citándoles un libro que estoy leyendo, ‘Madrid, 1983’, donde Arturo Lezcano explica que solo en ese año se atracaron 818 joyerías, unas tres al día. “No hay que tenerle miedo al miedo”, decía entonces Tierno Galván.
Para acabar, me pondría populista y sacaría de la chistera aquella cita atribuida a Platón: “¿Qué está ocurriendo con nuestros jóvenes? Faltan al respeto a sus mayores, desobedecen a sus padres. Desdeñan la ley. Se rebelan en las calles inflamados de ideas descabelladas. Su moral está decayendo. ¿Qué va a ser de ellos?”. En realidad es un bulo, no la dijo él, sino que la escribió un estudiante de Cambridge de principios del XX. Pero no pasa nada, porque todos argumentamos con medias verdades. Y porque en realidad la reflexión es exactamente esa: toda generación asentada cree que el pasado fue mejor, en concreto cuando sus componentes eran jóvenes y tenían todo por hacer.
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