Cúmulo de advertencias

El verano del último aviso

Hemos sabido de primera mano cómo será el fin del mundo si no sabemos cambiar inmediata y radicalmente de rumbo

Incendio en Navalacruz (Ávila)

Incendio en Navalacruz (Ávila) / AFP / César Manso

Antonio Franco

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Nuestra generación ha tenido este verano no sé muy bien si un aviso, un privilegio o una advertencia total: conocer de primera mano cómo será el fin del mundo si no sabemos cambiar inmediata y radicalmente de rumbo. Con una ventaja añadida: todo el mundo lo ha visto y vivido en su plena crudeza, tanto las élites como la gente de a pie. La sociedad del impacto ha tenido que tragarlo: el efecto cotidiano y personal del calentamiento inaguantable con sus incendios masivos, el avance de la desertización, el deshielo catastrófico y su inicio de retroceso de costas, la pérdida de diversidad biológica, la multiplicación de tornados, inundaciones y granizos… Y todo salseado en una pandemia terrible, malestar civil generalizado cada vez más incontenible y migraciones desesperadas imposibles de canalizar. Se nos ha descorrido durante unos meses la cortina del futuro. Hemos visto un anticipo de cómo probablemente será no esa Tercera Guerra Mundial –la climática– de la que habla Joseph Stigliz sino la Última Guerra Mundial.

Lo tenemos mal pero no imposible, y menos tras las visiones de este verano tan intimidador. Los científicos subrayan que hemos de hacer una gran corrección desde mañana por la mañana hasta 2050, que podría ser el umbral de lo sin retorno. 2050 está a la vuelta de la esquina: la mayoría de los chicos que vemos ahora por la calle estarán ahí, con los deberes imprescindibles hechos o ya sin hacer y con poquísimo margen de huida de lo atroz. El programa a seguir es sencillo de definir aunque tremendo de desarrollar: asentar un nuevo internacionalismo popular, como el ya vivido históricamente contra la injusticia social; iniciar una movilización militante generalizada para dinamizar a los gobernantes pasivos por parte de cuantos este verano desde las cuatro esquinas del planeta hemos visto el anticipo del apocalipsis; sellar nuevos compromisos mundiales firmes para frenar lo más rápidamente posible el uso intensivo de combustibles sólidos; aceptación política sincera de que ya no son Estados Unidos y Europa, sino China (28% de las emisiones), quien debe marcar el ritmo y ser ayudada en la transformación antipetrolífera. Después de que los norteamericanos eligiesen a Trump, moralmente solo podemos reconocer su capacidad militar y su potencialidad económica, pero no su pulso director del planeta.

Sé que escribo las líneas más ingenuas de mi vida pero también las que apuntan directamente a la revolución cultural y social urgente e imprescindible para sobrevivir. Renunciar a seguir la espiral desenfrenada del crecimiento económico y del consumo sostenido, esa ficción suicida que está acabando con la Tierra y con nosotros. Las pequeñas políticas nacionales, como las que nos asfixian aquí, o las vanas pretensiones supremacistas occidentales, o la irrealidad de no aceptar que en las próximas décadas el eje del mundo sea el Pacífico y la superpoblación de Oriente nos alejan del único y estrecho desfiladero sin guerras de supervivencia que llevaría al planeta a ser considerado por todos como nuestro primer y gran valor en lo individual y lo colectivo.

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