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Fiscalizar sin politizar

La intervención del Tribunal de Cuentas ha vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre su credibilidad, y el independentismo ha utilizado esta percepción para rehuir la cuestión de fondo

Tribuna de Cuentas          David Castro

Tribuna de Cuentas David Castro / David Castro

Todos los países democráticos, y la misma Unión Europea, cuentan con un órgano encargado de fiscalizar las cuentas públicas y su gestión. En España, la Constitución establece que esta función le corresponde al Tribunal de Cuentas, formado por 12 miembros, seis de ellos nombrados por el Congreso de los Diputados y otros seis por el Senado, por un periodo de nueve años. Se trata pues de un órgano autónomo, aunque no independiente, cuya tarea resulta esencial para garantizar que la gestión del presupuesto y de las empresas públicas responda a los principios de “economía, eficacia y eficiencia” establecidos por la ley. Tiene todo su sentido, pues, la intervención del Tribunal de Cuentas en la gestión de los fondos públicos que la Generalitat dedicó a su proyección exterior en los últimos años, para dictaminar si fueron utilizados, o no, para promover el proceso de independencia, un destino que no tiene encaje en el Estatuto de Autonomía.

Sin embargo, la lentitud que ha caracterizado al fiscalizador de las cuentas públicas en los últimos años, en asuntos de corrupción de singular relevancia –desde que el Tribunal de Cuentas fue renovado, en 2012, cuando el Partido Popular tenía mayoría absoluta en el Congreso y el Senado– contrasta con la celeridad con la que ha actuado ante un uso supuestamente indebido de fondos de la Generalitat durante el ‘procés’. La imputación de 34 cargos públicos, y las fianzas por un monto total de 5,4 millones que el tribunal les pide, antes de proceder al embargo de sus bienes, ha causado perplejidad en ambientes jurídicos que consideran que actos administrativos como los exhibidos por el Tribunal de Cuentas deberían ser vistos, previamente, por el Tribunal Contencioso Administrativo. Los abogados de los encausados han acusado al Tribunal de ‘dictar pena antes de juicio’.

Independientemente del debate jurídico, la intervención del Tribunal de Cuentas ha vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre su credibilidad. Sin que ello suponga coartada alguna en cuanto a sancionar hechos probados, la actual composición del órgano encargado de fiscalizar las cuentas públicas, con vínculos estrechos de algunos de sus miembros con José María Aznar y sus gobiernos, han suscitado dudas legítimas sobre su imparcialidad. La lasitud con la que el tribunal ha actuado en los casos de corrupción que han afectado al Partido Popular en los últimos años no ha hecho sino acentuar la suspicacia acerca de una politización de sus decisiones.

El independentismo ha utilizado esta percepción para rehuir la cuestión de fondo sobre si la utilización del presupuesto del servicio exterior se ajustaba a la ley o no. En ese sentido, la iniciativa del Ejecutivo catalán de crear un fondo de 10 millones de euros para atender a altos cargos y funcionarios públicos sancionados en el ejercicio de su función, destinada a avalar a los encausados, puede complicar más las cosas en vez de resolverlas. Como dijo el entonces ministro, José Luis Ábalos, la actuación del Tribunal de Cuentas contra altos cargos de la Generalitat supone colocar piedras en el camino del diálogo. Pero las piedras que jalonan este camino no podrán sortearse con argucias propias del pasado que pueden alimentar el círculo de la judicialización en vez de atajarlo.