Una norma polémica

Ley trans, el dislate del generismo

No es extraño que el feminismo radical se haya puesto en pie de guerra, la nueva norma es un salto que puede tener graves afectaciones, como ya se están viendo en algunos países

concentración trans en el Congreso   David Castro

concentración trans en el Congreso David Castro / David Castro

Joaquim Coll

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La ministra de Igualdad, Irene Montero, habla mucho, pero escucha poco. De eso se quejan los médicos especialistas en transexualidad, así como numerosos grupos feministas, que no han sido atendidos y que se muestran alarmados, particularmente preocupadas en tanto que mujeres, por el cambio de paradigma que representa el proyecto de ley trans que el Consejo de Ministros aprobó la semana del orgullo LGTBI. El asunto es complejo porque dicha propuesta mezcla conceptos diferentes, sexo y género, con graves consecuencias política y jurídicamente. De entrada utiliza un genérico inespecífico, ley “trans”, que la ciudadanía identifica con las personas transexuales, con la mejora de sus derechos, algo que casi todo el mundo celebra en nuestra sociedad, pese al inquietante aumento de agresiones homófobas. España es un país pionero en el reconocimiento de la transexualidad y desde 2007 dispone de una importante ley, susceptible de ser mejorada. Sorprendentemente, hay un deliberado intento por hacernos creer que hasta ahora no se había hecho nada.

En realidad, la ley trans no trata de la transexualidad, sino que sobre todo desarrolla y se hace eco del transgenerismo, metiendo en un mismo saco situaciones diversas. El generismo en resumidas cuentas propugna el derecho a cambiar de sexo sin ningún requisito médico, un derecho que se entiende sin límites, bajo el principio de “la libre determinación de género”. El primer cambio de paradigma atañe pues a la definición del género. Si para el feminismo es un constructo social y cultural que ha servido para constreñir la vida de las mujeres al otorgarles roles desiguales por razón de sexo, con la llegada del generismo la mirada ya no es social y crítica, sino de exaltación del sentimiento individual. Si para el feminismo, el sexo da significado al género, para el generismo es al revés, el sexo se define por la vivencia personal.

El paso siguiente es el reconocimiento jurídico de la identidad de género, con lo cual las políticas a favor de las mujeres articuladas en base a la desigualdad estructural por nacer hembras se convierten en irrelevantes. Si se borra sexo, ¿acaso no se borra a las mujeres?, denuncian muchas voces feministas. Estamos ante un salto conceptual de gran trascendencia que podría extenderse a otras categorías sociales como, por ejemplo, la edad. Qué más da los años cronológicos que yo tenga si me siento viejo o joven, y a partir de esa vivencia mía exijo unos derechos que hasta ahora solo podía reclamar en función de la edad (una pensión o el acceso a unas becas para jóvenes). El principio de la libre determinación podría extenderse a otros ámbitos, afectando a la seguridad jurídica y a las políticas públicas de discriminación positiva.

El mundo trans insiste mucho en la necesidad de “despatologizar” el proceso de cambio de sexo como si eso pudiera hacerse al margen de la salud. Sanitariamente, como explica la médica endocrino Isabel Esteva, reputada experta que ha dirigido durante décadas la Unidad de Transexualidad de Andalucía, supone negar la evidencia de que una persona que no se siente a gusto con su cuerpo, mente o genitales, sufre disforia y necesita ayuda de los profesionales médicos. No para negarle ningún derecho, sino porque es una transición compleja y muy delicada. Pero sucede, además, que si esta ley prospera será posible cambiar administrativamente de sexo sin sufrir disforia, sin hacer nada, ni tan siquiera cambiar de nombre. Yo podría ser reconocida legalmente como mujer manteniendo mis atributos físicos, también mi nombre masculino, solo porque lo quiero. No es extraño que el feminismo radical se haya puesto en pie de guerra. Es un salto que puede tener graves afectaciones, como ya se están viendo en algunos países, por ejemplo, con políticos que se convierten en mujeres para beneficiarse de las cuotas de género o atletas (hombres) que participan en categorías femeninas.

Por último, pero no menos importante, hay la cuestión de la infancia. Pretender como hace el proyecto de ley que con 14 años un adolescente pueda iniciar un cambio de sexo con métodos irreversibles (hormonación, cirugía), o que dejan importantes secuelas si más tarde se quiere desandar el camino, es un auténtico disparate. El dislate que supondría el triunfo del generismo.

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