Vuelta al pasado
Jugar con un dinosaurio
Acaso porque estamos saturados de pantallas, parece que se han puesto de moda las máquinas de escribir
He aquí una más de las muchas cosas raras que nos ha dejado la pandemia: parece que se están poniendo de moda las máquinas de escribir. Todo empezó en TikTok, una red social frecuentada por los más jóvenes, y con algunos vídeos que reproducían el sonido de las teclas o donde aparecía alguien mecanografiando y que se hicieron virales. En Estados Unidos han surgido negocios dedicados en exclusiva a la venta de máquinas de escribir y se han abierto bares donde los clientes pueden experimentar con ellas. En nuestro país hay sitios web especializados en todas sus variantes, entre las cuales las hay también nuevas, recién fabricadas, y de las mejores marcas. ¿Y para qué quiero una máquina de escribir en tiempos de ordenadores? Curiosamente, hoy se ensalza de ellas lo mismo por lo que se las descartó: son mecánicas (no gastan electricidad), requieren de una cierta destreza (en la que hay que ejercitarse), su ausencia de conectividad evita distracciones del usuario (es decir, fomentan la concentración), no dejan rastro digital de ningún tipo (dicen que los espías de todo el mundo las usan) y –atención– generan documentos únicos y originales, que con el tiempo pueden llegar a tener valor, como por ejemplo la copia original de una novela.
No sé si estos argumentos convencerán a alguien que no sea espía o mitómano, pero yo de buena gana me compraría una Remington o una Underwood antigua solo por su imponente presencia. Son algo así como la locomotora de la escritura, tan grandes, tan severas, tan pesadas. No hay que olvidar que algunas salieron de viejas fábricas de armas. En las páginas de antigüedades son fáciles de encontrar, y por precios razonables. El problema es la cantidad de espacio que necesita este tipo de nostalgia, pero estoy segura de que los auténticos coleccionistas saben dónde ponerlas. Y lo hacen.
De una a otra pantalla
Hay otra explicación al fenómeno. Estamos saturados de pantallas. No podemos más. Nos pasamos el día trabajando delante de un ordenador, levantamos la mirada apenas unos minutos para comer, ir al baño o correr media hora por el barrio y de inmediato volvemos a mirar la pantalla. Todo pasa por ellas. El trabajo, la diversión, las relaciones personales. Las hay grandes como el televisor o pequeñas como el móvil. Nuestra vida consiste en pasar de una a otra. El único lugar libre de ellas son los sueños. De modo que esta vuelta a la máquina de siempre, con sus ruidos, sus campanilleos, la dureza de sus teclas, su cinta y su rodillo, puede leerse también como una vuelta metafórica, o no tanto, a lo real y tangible del mundo.
Tengo una Olivetti Lettera debajo de la mesa donde está instalado mi flamante ordenador. De vez en cuando la rescato y la observo. Está nueva, a pesar de ser una antigualla. Me la regalaron solo dos años antes de la irrupción de la informática. Una de las tardes más divertidas de mi vida fue cuando la dejé a merced de mis tres hijos, entonces niños aún. Se entretuvieron durante horas. Creo que tuvieron la impresión de haber estado jugando con un dinosaurio.
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