Opinión | Editorial

El Periódico

La ley que nunca existió

El hemiciclo del Parlament, el miércoles, con la asistencia de diputados en el último pleno de la legislatura.

El hemiciclo del Parlament, el miércoles, con la asistencia de diputados en el último pleno de la legislatura. / Europa Press / David Zorrakino

Catalunya es la única comunidad autónoma sin una ley electoral propia. Aunque formalmente ha habido múltiples intentos de aprobarla, lo cierto es que siempre los debates o el desarrollo de los trabajos parlamentarios para intentarlo siempre han quedado empantanados en el terreno de la retórica, sin que jamás se haya atisbado una verdadera intención de llegar hasta el final.

La razón hay que buscarla en los intereses particulares de las formaciones políticas. Es contra este escollo que el Parlament viene embarrancando desde hace cuatro décadas. El principio de realidad enseña que para los partidos resulta difícil practicar el interés general cuando entran en juego también sus propias conveniencias.

Así las cosas, Catalunya se rige electoralmente por la LOREG (Ley Orgánica de Régimen Electoral General) que fija los elementos básicos de cualquier elección que se celebre en España. En el caso catalán hay que añadir la regulación prevista para las elecciones de 1980 que determinaba las cuatro circunscripciones provinciales y el número de diputados que a cada una de ellas corresponden.

La decisión del TSJC de mantener la fecha de las próximas elecciones para el 14F, en contra del criterio del gobierno catalán, ha puesto de nuevo sobre la mesa la atávica incapacidad de la política catalana para pactar una ley electoral que –con los deberes hechos– hubiese podido dar mejor respuesta a las necesidades de celebrar unos comicios en circunstancias tan difíciles como las presentes.

En primer lugar, y más allá de la normativa electoral, hay que decir que el principal error del gobierno catalán en el intento de suspender las elecciones fue el de hacer su capa un sayo y no calibrar acertadamente el impacto que suponía no alcanzar un consenso con todas las fuerzas políticas. Era éste un primer paso que aun siendo insuficiente –cualquiera podía recurrir la decisión ante el TSJC como así sucedió–, era imprescindible para dar mayor solidez al intento de aplazamiento.

De regreso a la inexistencia de una ley electoral catalana y a sus consecuencias, resulta muy difícil de entender que la torpeza propia soliviante a quien la practica. No hay excusas que valgan. Si Catalunya no tiene una ley electoral propia es sencillamente porque el Parlament no ha sabido sacarla adelante y todos los partidos –unos más, unos menos– tienen su responsabilidad y, en particular, los que más la echan en falta.

Para centrar el debate, huyendo de la fecha como arma electoral de una conspiración de estado como pretende infantilmente el soberanismo, cabe insistir aquí que el desarrollo de una nueva ley electoral catalana podría haber aportado novedades en la mejora de la organización y el desarrollo de la jornada electoral que vamos a vivir en medio de la pandemia. 

Porque la LOREG, en tanto que ley estatal, fija aspectos generales pero deja amplios margen de discrecionalidad en los que sí pueden profundizar las comunidades autónomas y que hubiesen sido de gran utilidad en el presente. Duración y número de jornadas de votación, voto por correo, urnas móviles para evitar desplazamientos e incluso el voto telemático, son algunas de estas cuestiones –nada menores– si de lo que se trata es de fomentar el derecho de participación de los ciudadanos. Cabe esperar que las actuales circunstancias sirvan al menos para aprender la lección y que en breve Catalunya pueda remediar una anomalía de la que solo sus representantes políticos son los únicos y verdaderos responsables.