Literatura

Los espías ya no leen poesía

En la era del Brexit los agentes de ficción se atiborran de comida basura, eructan y son flatulentos

En las novelas de Mick Herron el peligro es interior y está situado en las élites mentirosas y manipuladoras

HANDOUT - 13 December 2020  England  London  UK Prime Minister Boris Johnson briefs members of the Cabinet from his office at 10 Downing Street after his call with European Commission President Ursula von der Leyen  Photo  Andrew Parsons No10 Downing Street dpa - ATTENTION  editorial use only and only if the credit mentioned above is referenced in full  Andrew Parsons No10 Downing Stre   DPA  13 12 2020 ONLY FOR USE IN SPAIN

HANDOUT - 13 December 2020 England London UK Prime Minister Boris Johnson briefs members of the Cabinet from his office at 10 Downing Street after his call with European Commission President Ursula von der Leyen Photo Andrew Parsons No10 Downing Street dpa - ATTENTION editorial use only and only if the credit mentioned above is referenced in full Andrew Parsons No10 Downing Stre DPA 13 12 2020 ONLY FOR USE IN SPAIN / DPA via Europa Press

Rosa Massagué

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El espionaje se transmuta y mimetiza en cada circunstancia histórica como bien enseña la ficción dedicada a este arte que exige teatro, drama, disfraz y a veces hasta comedia, aunque, por sus propias características, al de verdad, le falte el aplauso del público. En el mundo de la guerra fría que magistralmente explicó John Le Carré sus espías habían pasado por Oxford o Cambridge y antes, por Eton. Podían mantener discusiones de gran nivel sobre ética o arte y, sin llamar la atención ni recurrir a la mejor tradición sartorial de Savile Row, aparecían bien atildados.

El epítome del espía de la guerra fría es, naturalmente, George Smiley, aunque a él (no a Alec Guinness) los trajes siempre le iban grandes. Discreto, con los nervios templados en todo momento, residente en el barrio londinense de Chelsea, casado y separado de una aristócrata, es un gran conocedor y lector de poesía alemana en sus escasos momentos ociosos. Pero él y sus contemporáneos eran personajes de una Gran Bretaña que aún jugaba --o creía jugar-- un papel en el mundo, una nación que no se había quitado de encima todavía “la carga del hombre blanco” (Rudyard Kipling, dixit).

En el siglo XXI británico las cosas son distintas. Es el momento del brexit y el autor Mick Herron ha sabido captarlo en su serie de novelas de espionaje protagonizadas por Jackson Lamb. Si Smiley movía sus fichas en un escenario internacional desde las oficinas del Circus, en pleno centro de Londres, Lamb mueve las suyas en un tablero estrictamente insular y lo hace desde Slough House que se traduce literalmente por La casa de la ciénaga, situada en un Londres de frontera, entre el barrio tradicional de Finsbury y la City con sus rutilantes rascacielos de cristal, ultramodernos, cuya transparencia arquitectónica es inversamente proporcional a la opacidad de cuánto allí se negocia.

Si el hábitat de Smiley desprendía orden y aseo, el de Lamb, todo lo contrario. El polvo y la suciedad reinan en todas partes, como resulta evidente desde las primeras páginas de 'Caballos lentos', la primera novela de la serie. Quienes trabajan en Slough House, empezando por el jefe, son figuras de desecho, espías que en algún momento la han pifiado o se han roto y que en vez de ser expulsados del servicio y, para evitar demandas y reclamaciones nada bienvenidas, el MI5 los envía a aquel lodazal a realizar tareas burocráticas ínfimas confiando en que acaben marchándose para hacer de segurata en una empresa privada, que es a lo máximo a lo que pueden aspirar tras una carrera y una vida totalmente destruidas.

Lamb, que a medida que avanza la serie aumenta su sobrepeso, se regodea en los atentados que comete constantemente contra su propia salud. Fuma dentro y fuera del despacho aunque esté prohibido hacerlo en los lugares oficiales, bebe, y se atiborra de comida basura, aquella que Boris Johnson, siendo corresponsal de 'The Daily Telegraph' en Bruselas, defendía cínicamente como un “orgullo británico” cada vez que la Unión Europea se proponía reducir la cantidad de grasas, edulcorantes y otras sustancias artificiales en los alimentos empaquetados. Es la misma comida que Michael Gove, otro cerebro del brexit igualmente cínico y clasista, considera que gusta a los pobres porque les da “solaz, confort y placer”. Aquellas grasas son medallones en las chaquetas de Lamb quien, además, no se corta un pelo ya sea para eructar o tirarse un pedo maloliente.

Si en algo se asemejan Smiley y Lamb es en su gran inteligencia y también a ambos les mueve un muy particular sentido moral, cada uno según el momento de la historia en que los han dibujado. El personaje de Herron desprecia con vehemencia a sus superiores del MI5 cómodamente instalados en una moderna sede, no solo por su destino en la cutre Slough House. Lamb sabe demasiadas cosas de sus jefes, de su ineptitud y de su irrefrenable disposición a medrar satisfaciendo los manejos más turbios de unos políticos mentirosos en su también irrefrenable carrera hacia el máximo poder. Sabe que él es mucho mejor y que al final, con su pandilla de marginados serán quienes salven al país aunque las medallas se las pondrán otros.  Sabe que el peligro hoy son unas élites que no paran mientes en el engaño a sus conciudadanos.  

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