La necesidad de la empatía
Atajos en la pandemia
La cultura ofrece senderos para canalizar lo que no podemos manejar solos
Ángeles González-Sinde
Escritora y guionista.
Ángeles González-Sinde
El lunes, durante un curso de la UIMP organizado por la Fundación Manantial que ofrece atención a las personas con problemas de salud mental, Amelia Valcárcel, la filósofa, nos habló de la 'megalosigía', un término griego que significa grandeza de alma. Para los griegos, explicaba Valcárcel, esa característica es a la vez una suerte y una desdicha y ponía como ejemplo al emperador persa Ciro el Grande que allá por el siglo VI a.C. era tan magnánimo que necesitaba que durante los almuerzos un esclavo le recordara que debía vengarse de los atenienses, pues Ciro, poco propenso al rencor, lo olvidaba. Planteaba la filósofa si acaso la magnanimidad, el saber perdonar y no sentir resentimiento, no es un defecto de la memoria que borra o mitiga el agravio recibido, una debilidad que nos hace la vida mas llevadera.
Vivimos tiempos en los que, como mencionó otro asistente al curso, Carlos Mañas (autor del libro 'Mi cabeza me hace trampas', que relata su experiencia con un trastorno bipolar), “no hay revolución más importante ni más urgente que la de la ternura”. Parafraseaba al poeta Leopoldo María Panero, ingresado durante largas etapas en centros de salud mental. Valcárcel coincidía: también para ella nuestro mundo necesita una gran dosis de compasión, notar lo que nota el otro, sintonizar con su sentimiento y su experiencia.
Educación sentimental
Insistía en que últimamente nuestra educación sentimental anda de capa caída. Más confusa que otra cosa, nos encamina a lo opuesto de la compasión: a rechazar ponernos en el lugar del otro. ¿Y cuáles son los manuales de esa asignatura que llamamos 'educación sentimental'? El cine, las series, los vehículos culturales que generan el lenguaje y los referentes compartidos por la mayoría, esos que gozan de legitimidad y difusión y que, de tiempo para acá, ofrecen mas a menudo escenas de crueldad, indiferencia y disfrute con el sufrimiento ajenos que empatía. Se nos habitúa así a asistir a espectáculos violentos y cada vez nos impactan menos. Nos vamos inmunizando ante el mal con la excusa de que es solo una ficción. Pero considerar un espectáculo el dolor es romper el vínculo con el otro. Comportamientos como el de 'la Manada' solo son comprensibles desde esta posición, la de quien hace tiempo cercenó los lazos con quien tiene enfrente. La pornografía reciente no es ajena a esta corriente, por eso el estudio publicado por Save the Children esta semana sobre el acceso a la pornografía entre niños y adolescentes es tan preocupante, no solo porque el porno disponible en la red condicione su imaginario afectivo y erótico propio con roles y comportamientos impuestos, sino porque tardarán muchos años en descubrir que eso que vieron era tan ficción como los superhéroes que vuelan y que las formas reales de relacionarse sexualmente son otras.
Sin embargo, nos advertía Valcárcel, tampoco debemos caer en el vicio de criticar nuestro presente. Hay que tener conciencia de la riqueza común, de cuánto hemos avanzado y de lo que hacemos mejor que nuestros antepasados, que es mucho. Ser catastrofistas no contribuye a mejorar la realidad. Es natural buscar atajos, soluciones rápidas que nos lleven a situaciones mejores. Si el contexto nos hiere y desconfiamos, nos aislaremos, iremos a lo nuestro, miraremos solo por lo propio y nos convertiremos en escarabajos que con su gruesa concha no sienten los pinchazos de la necesidad ajena. Por eso es mejor nadar contracorriente y mantener la capacidad de sentir por uno mismo y por los demás pues, como explicaba en la SER el psicólogo Alejandro Jiliberto Herrera, conductor de terapias grupales 'on line' para sanitarios en tiempos de pandemia, cuando uno no siente pierde el norte. Las emociones nos ayudan a actuar.
Pero ¿qué hacer si en estos tiempos inciertos y duros de emergencia económica, política, social uno ya se atrincheró en sí mismo? Jiliberto Herrera aconsejaba: si dentro de sí uno no encuentra las palabras para expresar lo que le pasa, si nos acorchamos porque no podemos manejar lo que nos está pasando, nos superaron las emociones y preferimos congelarlas, la primera vía es reconstruir el camino desde el cuerpo, donde sentimos. La segunda es recurrir a la metáfora, es decir, a la cultura. Una película, una obra de teatro, una lectura, un cuadro, una canción nos ayudan a descubrir dónde nos quedamos anclados y darle voz. La cultura ofrece senderos para canalizar lo que no podemos manejar solos, pero ha de ser empática, no la cultura efectista que solo busca el rédito y que nos manipula como títeres.
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