Recuperar lecturas antiguas

Arqueología

Reencontrarse con viejas anotaciones y subrayados propios en los libros es como mirar las fotos en las que apareces con una permanente espantosa

Dos adolescentes leen libros en la biblioteca de Poblenou Manuel Arranz

Dos adolescentes leen libros en la biblioteca de Poblenou Manuel Arranz / periodico

Rosa Ribas

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Estoy haciendo un poco de espacio en mi biblioteca, voy revisando las estanterías y sacando libros que sé que no volveré a leer. Estos libros van a una pila y, según en qué estado se encuentren, los regalaré a algún amigo, los donaré a una biblioteca o los dejaré en un 'bookcrossing'. No sin antes controlar que no haya escrito mi nombre al principio, en esas páginas en blanco que creo que se llaman “de cortesía”. Hace años que no escribo mi nombre en los libros, pero tengo muchos de cuando, además, anotaba la fecha de compra. Si encuentro mi nombre –los adoradores de los libros, por favor, que salten al próximo párrafo– arrancaré la página. También –cuidado, gentes sensibles, que sigo arrancando páginas–, si está dedicado.

No tiene sentido retener libros que nunca más van a ser leídos, es cruel, mucho más que arrancarles una paginilla para que salgan al mundo sin lastres.

Haciendo estos recorridos por la biblioteca, aparecen también libros que sé a ciencia cierta que voy a releer en algún momento. También los saco de las estanterías y les echo un vistazo rápido, como una promesa de que volveré, de que volveremos a encontrarnos. En algunos casos me encuentro con que en la primera lectura subrayé a anoté cosas en sus páginas. Revisar los párrafos o las palabras que se subrayó en el pasado es un viaje en la máquina del tiempo y, en ocasiones, un viaje a un territorio extraño. Porque, por lo general –por lo menos así me sucede a mí–, no se entienden las razones de los subrayados. Es como si me encontrara los subrayados de otra persona. Bien pensado, son los subrayados de otra persona. Y eso me plantea un dilema. ¿Qué hago con ellos? ¿Los dejo o los borro? Esas llamadas de atención sobre pasajes o palabras molestan al leer. Es arqueología de una misma, pero no es lo que quiero hacer cuando releo un libro. Por suerte, mi afición a los lápices viene de lejos y puedo hacer desaparecer el rastro de esa persona que ya no soy yo. De la que me pregunto por qué destacó tal o cuál pasaje, cuando, en realidad, no es tan brillante como lo que está escrito solo media página después. Pero borrar todo lo que se subrayó en fases de entusiasmo es mucho trabajo. ¿Y si compro otro ejemplar?

Las anotaciones me suscitan cierta curiosidad, a veces me dan cierta vergüenza; otras inspiran ternura por la lectora que fui. Las notas son, además, muy chivatas. No solo por las opiniones, sino que, cuando se interrumpen, indican hasta dónde se leyó. Otra vez el dilema. ¿Borrar? ¿Comprar otro ejemplar?

Reencontrarse con viejas anotaciones y subrayados es como mirar las fotos en las que apareces con una permanente espantosa, valga la redundancia, o con unos pantalones de colores tremebundos, con gente que has perdido de vista, pero que en ese momento eran tus amigos. Y sabes que todo eso ya no eres tú, pero que, sin esos pelos, esos pantalones, esos amigos que tanto quisiste, a pesar de que ya no están cerca, sin esos subrayados que te parecen absurdos y esas anotaciones que no entiendes, sin todo eso ahora no serías tú.

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