Análisis
Entre la resistencia y la decadencia
El relato de la convocatoria contrasta con algunas de las principales noticias del verano.
Andreu Claret
Periodista y escritor. Comité editorial de EL PERIÓDICO
Andreu Claret
Los llamamientos a la resistencia de Carles Puigdemont y de la presidenta de la Asamblea Nacional Catalana, Elisenda Paluzie, previos a la celebración del 11 de setiembre, se han cruzado, por un capricho de los idus, con los signos de decadencia que menudean en la sociedad catalana. De tal modo que la Diada de este año tendrá lugar entre la ilusión de que resistir es vencer y la constatación de que Catalunya bordea el abismo.
Pese a las restricciones sanitarias y la reyerta inmisericorde que recorre el mundo independentista, miles de catalanes saldrán a la calle. Serán menos que otros años, pero seguirán siendo muchos. Por resiliencia y por tradición. Por la innecesaria permanencia en la cárcel de los presos del 'procés' y porque el sector más aguerrido del independentismo se crece ante la adversidad. Se crece y se radicaliza. Basta con comprobar la huida hacia delante de muchos de los convocantes. Puigdemont y los dirigentes de la ANC dedican más tiempo a denostar a Esquerra Republicana que a buscar la forma más efectiva, y más rápida, de que los presos salgan a la calle. Siguen agitando el mantra de la unilateralidad por mucho que la mitad de los independentistas no lo consideren el camino más adecuado para alcanzar sus objetivos. Y continúan difundiendo la idea indemostrable de que, con la independencia, el covid-19 no hubiese sido tan devastador.
La resistencia encuentra un asidero en este argumentario utópico impulsado desde Waterloo y machacado por los medios afines, y se alimenta de la corrupción que asola el PP, el partido que persiguió con más ahínco a los líderes del procés. Por si no fuera suficiente, quienes propugna la confrontación permanente con el Estado se benefician de la crisis por la que atraviesa la Corona, tras la huida del rey emérito a una dictadura medieval.
Sin embargo, el relato de la convocatoria contrasta con algunas de las principales noticias del verano. El cierre de Nissan. La fusión de Bankia y CaixaBank, el futuro incierto del Sabadell y el fin del sistema financiero catalán. El pavoroso impacto social de la pandemia. La pérdida de productividad de Catalunya como región europea. La creciente desventaja de Barcelona frente a Madrid y Valencia. La lista es larga y recorre los despachos de los inversores que nos habían identificado como destino privilegiado. El tiempo se agota, y la situación social puede degradarse aún más si el gobierno de la Generalitat no asume este riesgo de decadencia. Quim Torra siempre podrá argüir que nada de esto hubiese ocurrido con la independencia, como sostiene el presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona, Joan Canadell. Se puede incluso insinuar que Leo Messi seguiría para siempre en el Barça sí Joan Laporta presidiera el Club y sí fuésemos un Estado, pero el declive catalán es tan sostenido que cada vez es más difícil oponerle el sueño de lo que pudo ser. En los tiempos de Jordi Pujol, el victimismo conseguía réditos (el famoso ‘peix al cove’). En los actuales, solo lleva a la melancolía y la radicalización.
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