TRAGEDIA EN ORIENTE PRÓXIMO
Una sacudida más, esta vez mortífera
El Líbano ha sido escenario de numerosos episodios de violencia y trauma en las últimas décadas, pero la situación actual se enmarca en una crisis multidimensional
Itxaso Domínguez
Coordinadora del Panel de Oriente Próximo y Norte de África en la Fundación Alternativas.
Itxaso Domínguez de Olazábal
La explosión de este martes en el puerto de Beirut fue recibida con comentarios sobre la catástrofe a la que se ve condenado Oriente Próximo, como si de una maldición se tratara. Aunque el Líbano ha sido testigo de numerosos episodios de violencia y trauma, domésticos y regionales, a lo largo de las últimas décadas, la situación actual se enmarca en un contexto específico.
El estallido llega en un momento de crisis multidimensional. El país protagonizaba titulares por la profunda crisis económica a la que se enfrenta su población, que una espectacular devaluación de la moneda empujaba al borde del abismo. Los que podían, emigraban. Los que no, normalizaban no poder sacar dinero del cajero o racionar sus comidas. Algunos perdían la esperanza, otros perseveraban. Todos estaban exhaustos.
Reminiscencias no tan lejanas
En un país en el que las importaciones pueden ser cuestión de vida o muerte, cuyas fronteras terrestres están inhabilitadas por el conflicto, el puerto de Beirut representaba una arteria económica cuya destrucción cronificará insuficiencias ya existentes. La destrucción del mayor silo de grano simboliza la escasez exponencial que está por venir. Muchas infraestructuras básicas no existen o no funcionan. Los cortes de electricidad se han convertido en parte de la rutina beirutí, y las imágenes en que doctores operaban a la luz de móviles y velas transportaron a algunos a reminiscencias no tan lejanas. Los aprovisionamientos médicos también escaseaban, y hacen que muchos teman lo peor si la pandemia decide retomar con virulencia.
La crisis en el Líbano también es, por ende, social. La desigualdad había agudizado sus contornos de manera alarmante. El porcentaje de la población bajo el umbral de la pobreza acariciaba antes de la explosión el 50%, cifra seguramente superada a lo largo de las próximas semanas. El país no se ha dotado de un sistema de seguridad social que pudiera mitigar impactos sobrevenidos, y en la mayor parte de ocasiones son redes de aprovisionamiento comunitario las únicas que pueden paliar la escasez y desabastecimiento. Con los riesgos que esto conlleva en términos de clientelismo y dependencia que sigan demarcaciones sectarias.
El covid-19 impuso la suspensión de gran parte de las protestas que desde lo que algunos denominan la 'revolución de octubre' del 2019 reclaman una mejora de las condiciones, como consecuencia de una enmienda a la totalidad del sistema. El malestar que se acumula desde hace años culminó en un levantamiento transversal al que no le bastaban reformas cosméticas y chivos expiatorios. Sus representantes no se achitonaban ante la represión. Exigían que los sospechosos habituales que acaparan formaciones de gobierno y círculos de poder no rehúyan su responsabilidad.
La crisis es sobre todo política. Desde el final de su guerra civil, la arena política libanesa está controlada por antiguos señores de la guerra y sus aliados que se repartieron no sólo el botín de guerra, sino los recursos y población basándose en esquemas sectarios que la colonización francesa impuso sobre el país y las élites perpetuaron en beneficio propio. Lo que algunos denominan 'sectarismo' se alimenta de corrupción y gobernanza deficiente, traducidas en episodios de incompetencia como el que muy seguramente originó la explosión que multiplicará problemas ya existentes y el sufrimiento de decenas de miles. "La incompetencia mata", claman las redes sociales. Quizá contribuya a que sean escuchados los libaneses que llevan meses y años luchando para ponerle remedio. Y a que la solidaridad deje de ser un significante vacío para el país y la comunidad internacional.
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