Opinión | Editorial

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Perspectivas del curso escolar

La vuelta a clase exige un esfuerzo pedagógico, logístico y económico que no debe hacer olvidar la igualdad de oportunidades como principio

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Después del desafío sanitario llegan con urgencia otros retos sociales de una importancia capital. Vemos cómo las costuras del Estado del bienestar (salud, educación, asistencia social) se están tensando hasta límites insospechados, desde la atención, en primer plano, a la propia evolución de la pandemia hasta las consecuencias económicas y sociales que reportará. El modelo educativo, en concreto, se enfrenta a un reto colosal, después de haber superado –durante el confinamiento estricto– la durísima prueba de la adaptación, en tiempo récord, a un nuevo modelo telemático de enseñanza, con aspectos positivos y con el componente negativo de la falta de equidad en el acceso al mismo y de la ampliación de la llamada brecha digital. Con la inminente llegada de la fase 2 (en principio a los territorios que antes accedieron a la fase 1: Camp de Tarragona, Terres de l’Ebre, Alt Pirineu y Aran) llega la esperada noticia de la reapertura de las aulas a partir del 1 de junio, aunque con unas condiciones severas. No se llevarán a cabo clases convencionales ni se avanzará materia, no habrá servicio de comedor ni transporte, y tampoco se podrá acoger a todos los alumnos. La asistencia será voluntaria, en unas circunstancias de una cierta precariedad que ya han sido criticadas por los sindicatos y con la idea, sobre todo, de acompañar a los estudiantes de los cursos finalistas (los que impliquen un cambio de ciclo: cuarto de ESO o sexto de Primaria; o los que signifiquen la culminación de una etapa educativa, como en el segundo de Bachillerato o de la FP), atendiendo también a las familias con más necesidades y a los más pequeños, para hacer frente a una «emergencia comunitaria», en palabras del ‘conseller’ de Educació. 

Más allá de la recuperación de la asistencia a los centros, que aún debe concretarse y que seguirá patrones similares a los de otros países europeos que ya han abierto las escuelas e institutos (distanciamiento, número de alumnos por clase y medidas de protección) la situación será altamente compleja en el inicio del curso 2020-21. Tanto las noticias que llegan desde la Generalitat como el posicionamiento de la ministra de Educación, Isabel Celaá, nos indican unos parámetros que a estas alturas parecen incuestionables: grupos reducidos y estables, con una ratio de 12 alumnos en Primaria y 15 en Secundaria; apuesta por una solución presencial sin menoscabo de medidas alternativas, en función de la evolución de la pandemia, que permitan una hibridación entre clases y red telemática; condiciones excepcionales para comedores y transporte; y adaptación de la estructura de los centros a los imperativos sanitarios de protección. 

Los problemas de fondo son dos, relacionados entre ellos: el económico y el organizativo. Desde la ‘conselleria’, y más allá de directrices generales, se insiste en una asunción de responsabilidades por parte de los centros, que deberán tener en cuenta, en la práctica, un desdoblamiento de las aulas (las ratios anunciadas no ofrecen otra alternativa) con las consiguientes dificultades logísticas en función del estado de cada escuela. Además, las medidas requieren una ampliación de la plantilla docente que el ‘conseller’ Bargalló ya ha anunciado que no se doblará. Todo ello, sin contar con emergencias sociales de primer orden, como el hecho de que muchas familias, en plena crisis, necesitan el servicio de comedor para paliar los déficits alimentarios de sus hijos. El sistema educativo vive momentos muy delicados cuyo origen se cifra, como tantos otros, en la falta de recursos. El esfuerzo que ahora se ha de llevar a cabo (logístico, pedagógico, económico) es ingente, tanto entre el profesorado como, sobre todo, con una actuación decidida de la Administración que priorice la igualdad de oportunidades y la educación como un pilar de la sociedad democrática que no puede caer en barrena bajo ningún concepto.