Consecuencias del confinamiento

Tiempo real

Es el caos, el desorden, la incertidumbre, la alteración de la vida cotidiana lo que me afecta emocionalmente, no el virus

Ilustración de María Titos

Ilustración de María Titos / periodico

Ángeles González-Sinde

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En cine hablamos de 'tiempo real' para distinguirlo del tiempo de la ficción. Sabemos que, si el cine retratara cualquier acción con su duración verdadera, incluso la más emocionante, un desplazamiento en coche o la detención de un sospechoso, perderíamos a los espectadores. Por eso se inventó la elipsis, para avanzar en el tiempo saltándonos lo prosaico. En el 2001 causó sensación una serie que protagonizaba Kiefer Sutherland llamada '24' porque cada episodio de 60 minutos seguía durante una hora real a los personajes, sin cortes ni elipsis. Ahí radica también la belleza y la magia del plano secuencia, tan complejo de filmar, en el que al espectador no se le escamotea nada y siente que está de verdad presente en aquello que ve. Desde el punto de vista de guion '24' era excepcionalmente meritoria, porque todos los profesionales sabemos que hacer entretenida la contemplación de la vida real es dificilísimo. Y es que la vida real tiene procedimientos, automatismos, inercias, tiempos muertos y acciones insignificantes e inconsecuentes en las que ni nos jugamos nada ni existe el conflicto que hace del drama, drama. Nos afeitamos, ponemos la cafetera, damos de comer al gato, esperamos que se abra el semáforo, doblamos la ropa limpia... sumando muchos pasitos repetitivos y anodinos.

Llevamos en Madrid, en el País Vasco, en la Rioja y a partir de este sábado en todo el país, casi una semana viviendo una película de ciencia ficción en tiempo real, sin elipsis alguna. Del 'thriller' trepidante que era nuestra vida hiperconectada y saturada de obligaciones hace ocho días, hemos pasado a una película experimental de arte y ensayo en la que parece que no ocurre nada salvo un goteo de cifras: suben los enfermos, bajan las bolsas. Esta película de la que somos inesperadamente protagonistas exige mucho del espectador pues nada se amaña para seducirlo y captar su atención. Todo es lento, todo es tibio y desangelado. Por eso a los adolescentes y jóvenes es a quienes más les está costando, creo, este cese de la actividad. Se da la paradoja de que de pronto lo que antes era el centro de su interés, el móvil, las redes sociales, no les bastan. Quieren ver a sus amigos en carne y hueso, reunirse con ellos, oír sus voces, tener cerca su piel, mirarse en sus ojos y la idea de otra semana más sin clases, pero sin juntarse, viéndose solo por pantallitas se les hace inimaginable. Son cautivos en sus propias casas en la peor edad, cuando te urge ser gregario.

Es el tiempo de la espera y no es fácil. Yo misma, que ni soy aprensiva ni temo al virus, siento una inquietud que me cuesta definir. Es perplejidad, es aturdimiento, es una extraña melancolía que hace que me cueste concentrarme en el teletrabajo incluso cuando, como es mi caso, no conozco otro modo de trabajar que en casa frente a un ordenador. Anuladas todas las reuniones y convocatorias, dispongo de muchas horas para escribir y sin embargo me cunde menos que nunca. Vivo en un sueño.

Nos dicen que mantengamos las rutinas, que nos distraigamos, pero el silencio en mi calle, absoluto a cualquier hora del día, me impide pensar en otra cosa por mucho rato. Ese silencio me llama, me remite a otros silencios, a otras situaciones excepcionales, inesperadas. No se oyen coches, tampoco las habituales segadoras y sopladoras de los jardineros, ni la campana del colegio vecino marcando los recreos, ni el ruido de obra alguna. Solo algún perro que ladra lejano y los pájaros. Es como si todos hubiéramos abandonado nuestras propias vidas para irnos a otro lado. Hacia dentro. Como si esta alarma, esta emergencia, me volviera a situar en emociones y temores de otro tiempo. Es el caos, el desorden, la incertidumbre, la alteración de la vida cotidiana lo que me afecta emocionalmente, no el virus. Me recuerda que existen la excepcionalidad, el imprevisto, la amenaza, la fragilidad y la pérdida en las que procuro no pensar. Y comprendo que eso es lo que mantiene inquietos a chicos y chicas. Indóciles, sienten que su vitalidad choca contra el muro del aislamiento preventivo. La quietud no va con ellos, porque la quietud es mortecina y ellos son impulso de vida.

Cuesta estar alejada de la radio, la tele, de las webs de los periódicos o de los incesantes wasaps, sean de risa o bulos, por mucho que los psicólogos y la propia Organización Mundial de la Salud adviertan de que obsesionarnos con la información solo nos generará ansiedad y una visión de la situación distorsionada. Pero es irresistible, porque los medios de comunicación aceleran este tiempo, le confieren un halo teatral, imponen un ritmo de ficción que somos más capaces de sobrellevar que el mero silencio. Porque estamos aprendiendo que vivir dentro de una película de ciencia ficción no es como en el cine. Es vivir en tiempo real, sin elipsis, sin borrar las partes feas y confusas.