¿Qué pasa en el campo?

Tractores circulando por la rambla Ferran de Lleida en la movilización por la mejora del sector agrario

Tractores circulando por la rambla Ferran de Lleida en la movilización por la mejora del sector agrario / periodico

Jordi Alberich

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El campo español anda revolucionado como nunca. Lo que parecía uno más de los recurrentes episodios de malestar agrícola, puede acabar transformándose en una amenaza para la estabilidad social y política pues, de no reaccionar, podemos encontrarnos con la versión española de los chalecos amarillos franceses. Unas consideraciones acerca de lo que puede estar sucediendo.

Conviene empezar por recordar cómo, hace pocas décadas, se auguraba la práctica desaparición de la actividad agraria en nuestro país. La escasa productividad de un campo muy fragmentado, en combinación con la eliminación de las barreras al libre comercio, parecía definir un futuro en que la agricultura quedaría como un sector poco más que residual. Por contra, y especialmente en determinadas regiones, se ha dado una gran modernización en la explotación agraria, y en la calidad y comercialización del producto.

Sin embargo, pese a esas imprevistas dinámicas positivas, persisten problemas de fondo que lastran la competitividad del sector y su capacidad de negociación frente al comercializador. Entre ellos, destaca la reducida dimensión de sus explotaciones, una realidad que resulta evidente al comparar el tamaño de las cooperativas agrarias españolas con las de otros países de la Unión Europea. Una fragilidad que se refleja de manera paradigmática en el enorme problema que el incremento del salario mínimo representa para determinados cultivos, que sólo se sostienen con unos salarios que rondan la miseria.

Dado que no estamos ante una problemática nueva, sino que la venimos arrastrando desde hace mucho tiempo, resulta interesante preguntarnos el porqué de su estallido precisamente ahora, y quizás ocurra que coinciden dos dinámicas. De una parte, la ocasión propicia para la explosión de ese malestar enquistado durante tantos años de crisis, pues la recuperación económica ni alcanza a todos, ni elimina el sentimiento de injusticia que sigue vivo en millones de ciudadanos. Así, como acostumbra a suceder, la rabia emerge cuando lo peor parece haber pasado.

Y de otra, y al igual que sucede en otros países cercanos, la concentración de personas y riqueza en las grandes metrópolis, con el consiguiente abandono de las zonas rurales. Un éxodo creciente que alimenta la sensación de desamparo y, de ahí, fenómenos como el Brexit o los chalecos amarillos. Y, más cerca nuestro, el concepto de España vaciada como muestra del descontento de quienes se sienten perdedores.

La solución es compleja, y va mucho más allá de los acuerdos acerca de las subvenciones agrarias de la Unión Europea, o de las medidas a corto plazo del gobierno. En cualquier caso, podemos compartir que la agricultura puede consolidarse como un sector competitivo y generador de riqueza y que, a su vez, resulta indispensable para frenar la despoblación y luchar contra el cambio climático. Y que, aunque algunos no lo quieran entender, las fuerzas del mercado por sí solas nos llevarán a una situación imposible. Y no sólo en la agricultura.