Jugar con el fuego ultra

El primer ministro de Turingia, Thomas Kemmerich, durante la rueda de prensa en la que ha anunciado su dimisión.

El primer ministro de Turingia, Thomas Kemmerich, durante la rueda de prensa en la que ha anunciado su dimisión. / periodico

CARLOS CARNICERO URABAYEN

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Cuenta el historiador Timothy Garton Ash que durante décadas se podía identificar a un alemán en una conversación internacional cuando uno de los participantes se introducía escuetamente como europeo. Tampoco era habitual la exhibición de la bandera alemana hasta el mundial de fútbol del 2006. El nazismo, seguido de las barbaridades de la segunda guerra mundial, causó una huella imborrable en la conciencia nacional.

Con el tiempo, la identidad alemana se ha ido normalizando conforme las nuevas generaciones son algo más ajenas al lado más oscuro del siglo XX. Hay, sin embargo, una gran línea roja, que hasta hace unos pocos días, parecía absolutamente infranqueable: pactar con la extrema derecha.

Lo ocurrido en la región de Turingia, cuyo Parlamento eligió a un nuevo presidente liberal apoyándose en los votos de la CDU – el partido de Angela Merkel – y la AfD, la extrema derecha, ha hecho sonar justificadamente las alarmas. Es un asunto que supera los problemas de los 1,7 millones de electores en esta región postcomunista y también las ambiciones políticas de Annegret Kramp-Karrenbauer , la política que aspiraba a suceder a Merkel y acaba de tirar la toalla arrollada por el escándalo.

Revisionismo tóxico

El líder local de AfD, Björn Höcke, además de ser considerado como parte del sector más radical de su formación –objetivamente "un fascista", según un juez alemán– es también una de las voces más críticas con la actitud culpable de la sociedad alemana a la hora de mirar atrás. La operación política de la que ha sido parte, ahora abortada, hubiera avivado el revisionismo tóxico que patrocina.   

Hasta hace poco, el sacrosanto cordón sanitario a la extrema derecha fue fácil de aplicar. Los ultras eran marginales, pero la emergencia de AfD – que ahora lidera la oposición en el Parlamento alemán y quedó en segundo puesto en las elecciones de Turingia – ha complicado la ecuación. Los principios se aplican mejor cuando no se cruzan en el camino del poder.

El gran dilema de la CDU no es ajeno a las experiencias del centroderecha europeo. En Francia sigue vigente, aunque tensionado, el cordón sanitario, pero en España el Partido Popular y Ciudadanos se han apoyado en Vox en cuanto han podido. En Austria los democratacristianos gobernaron en coalición con la extrema derecha hasta el año pasado, cuando el líder ultra quedó desacreditado por un burdo vídeo que dejaba al descubierto su escueta moral pública.

Ninguna de las dos opciones, el aislamiento o la integración, resuelve mágicamente los problemas que incorpora a la democracia la llegada de quienes representan su antítesis. El aislamiento abona el discurso victimista y da riendas a la idea de que las élites conspiran contra el pueblo. Integrarlos en la vida democrática incorpora en la normalidad institucional a los votantes de esos partidos, pero corre el riesgo de contagiar el sistema. La clave pasa por hurgar en las causas del hartazgo y poner en marcha las políticas adecuadas, algo nada fácil, por otro lado. En Alemania prefieren no jugar con el fuego ultra.