Tiempos de protestas

El Estado del malestar

Asistimos a movilizaciones, casi a levantamientos, que reflejan un malestar difuso pero profundo que pone en cuestión el capitalismo desregulado y algunos modelos de sociedad darwinistas

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Andreu Claret

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A principios de la década y del milenio, Joseph Stiglitz publicó uno de sus libros más célebres, ‘El malestar de la globalización’. Quince años más tarde tuvo que sacar una nueva edición porque el mundo cambiaba a un ritmo tan endiablado que la argumentación de su 'best seller' se había quedado corta para explicarlo. En el 2002, había analizado por qué la globalización provocaba tanto descontento en los países en vías de desarrollo. Eran tiempos aciagos para el FMI y el Banco Mundial, que veían cómo medio hemisferio les hacía responsables de acuerdos comerciales y medidas de ajuste insostenibles que agravaban el malestar social existente en vez de apaciguarlo.

En el 2018, tuvo que abordar el traslado de este malestar a los países desarrollados y sus devastadores efectos políticos y sociales, en forma de una ola de populismo que cautiva a parte de la clase obrera y de las clases medias afectadas por la crisis y que moviliza a las jóvenes generaciones. Esta segunda edición se escribió al calor de la victoria de Trump, en medio del referéndum del 'brexit' y de la deriva antieuropeísta que arrasaba Italia y otros países de la Unión Europea. Eran algunas de las manifestaciones de los nuevos tiempos que vive el mundo desarrollado y que bien pueden definirse como una sustitución del Estado del bienestar, que nació después de la segunda guerra mundial, por un Estado del malestar que marca la segunda década del siglo XXI.

Desigualdad insultante

Al viejo malestar que había padecido el sur en las décadas anteriores se suma uno nuevo que moviliza rentas más altas pero que se sienten igualmente perjudicadas por la globalización. Hablamos de percepciones pero también de datos estadísticos. No hablamos de pobreza absoluta, porque a pesar de su persistencia en el sur y de su regreso en el norte, el grueso de la población vive mucho mejor hoy que hace medio siglo, en ambos hemisferios. Hablamos de una desigualdad insultante que se ha multiplicado tanto en China como en Estados Unidos. Y que se hace insostenible en un mundo globalizado donde una inmensa mayoría aspira a compartir algo más que un 'smartphone'. Lo vemos estos días en el estallido de conflictos conflictos que saltan de un país al de al lado, de un continente a otro, basados en motivaciones distintas pero que tienen en común la sensación de que la riqueza, la tecnología y el progreso no son bienes compartidos.

Nunca se había producido una globalización del malestar tan evidente. De Francia a Chile. Del Líbano a Argentina. De Argelia a Indonesia o de Haití y Túnez al Reino Unido y Hong Kong. En unos casos, la población se agita por el aumento de unos impuestos, o por el precio de la gasolina, en otros por la corrupción, la defensa de una identidad maltratada o por el señuelo de un retorno al viejo proteccionismo. Asistimos a movilizaciones, casi a levantamientos, que reflejan un malestar difuso pero profundo que pone en cuestión el capitalismo desregulado y algunos modelos de sociedad darwinistas que se han impuesto, y a quienes confunden crecimiento con desarrollo, aunque sea a costa de cargarse una empresa, un país o el planeta.

Protesta global

Lo más sorprendente de este fenómeno es que nadie parece dirigirlo. Ni los partidos políticos, como hicieron la socialdemocracia o la primera democracia cristiana con el Estado del bienestar. Ni los sindicatos, ni siquiera figuras reconocibles, como no sea Greta Thunberg o las anónimas líderes feministas que luchan en la India contra el tabú del machismo, o las mujeres que se inventan una canción y una coreografía en Santiago de Chile para protestar por la violencia que padecen y que llega hasta la plaza Major de Vic en unos pocos días.

Sabemos que son jóvenes, que lo lideran las mujeres y que aspiran a un mundo mejor porque piensan que vivirán peor que sus padres. Poca cosa más, pero ya es mucho. Sabemos también que sus mantras son la desigualdad social y de género, y la supervivencia del planeta. La dignidad, frente a un mundo cuajado de artefactos que permiten soñar en un futuro mejor pero falto de valores que permitan gestionar un presente basado en el bien común y la equidad. También vemos cómo oponen la protesta global a la generalización del malestar. Pero no vemos ningún gobierno ni ninguna organización internacional, a pesar de los esfuerzos de la ONU, con capacidad para dotar al mundo de nuevas reglas que permitan regular la globalización y para poner en pie una democracia global que permita dirimir los conflictos. De ahí que sea difícil ser optimista. Y que sea más fácil pensar que el malestar alimente fuerzas nacionalistas, iliberales o populistas.