La sentencia del 'procés'
Pagar facturas
Hacer lo mismo conduce a idénticos resultados. Vale para quien ha dejado pudrir un problema político y para quienes decidieron saltar por un precipicio creyendo que les habían crecido alas
Josep Martí Blanch
Periodista
Josep Martí Blanch
Empecemos por desnudarnos: las condenas me parecen injustas por desproporcionadas. También muy preocupantes, y no solo para los independentistas, en cuanto se sustentan sobre la base de un criterio extremadamente restrictivo del ejercicio de derechos fundamentales como el de manifestación y expresión. Pero más allá de opiniones personales, cada una la suya, lo relevante es que la sentencia está encima de la mesa y fija el abultado monto de la factura a pagar por el independentismo por los hechos de octubre del 2017.
España, por su parte, también está haciendo frente a una voluminosa minuta. Que el día que se hace pública una sentencia el Gobierno deba poner en marcha una campaña publicitaria (#everybodisland) para convencer al mundo de que es una democracia es una clara evidencia de hasta qué punto el independentismo ha conseguido arrinconar al Estado en el terreno de la razón democrática.
No porque el Estado haya hecho frente a un referéndum ilegal o a una declaración unilateral de independencia, que eso es fácil de entender para cualquier analista, sino por hacerlo sin mesura y únicamente a través de policías primero y jueces después. A la España política se le ha colado en la habitación el fantasma unamuniano del 'venceréis pero no convenceréis'. Esa es su factura también en el frente interno, con dos millones de personas que no reconocen la legitimidad de sus instituciones, aunque sí deban plegarse a la fuerza coercitiva que pueden ejercer. Insostenible.
Toca decidir si el nuevo capítulo de la misma historia que hoy se inicia sirve para acumular nuevas deudas que tarde o temprano hay que pagar o se empiezan a sentar las bases para generar ingresos que equilibren los balances ruinosos que presentan unos y otros. Decimos hoy, aunque inevitablemente debamos esperar a después de las elecciones generales, que ya tienen fecha, y las autonómicas, que inevitablemente vendrán a continuación.
Dialogar, no reincidir
Hay dos conversaciones pendientes para que eso suceda. Una atañe únicamente a los catalanes. La otra es entre Catalunya y España. Y desde luego ninguno de esos diálogos puede empezar con la fórmula “lo volveremos a hacer”.
Hacer lo mismo conduce a idénticos resultados. Vale para quien ha dejado pudrir un problema político pensando que desaparecería por sí solo y para quienes en respuesta al inaceptable menosprecio decidieron saltar por un precipicio creyendo que les habían crecido alas por el camino.
Plantear estas cosas hoy, en medio de un torbellino de emociones, problemas de orden público que continuarán en los próximos días y el tono bélico que protagonizará la campaña electoral, es una quimera y convierte este texto en un desiderátum más que en un análisis. Es cierto. Es únicamente una aspiración que bien podría merecer el calificativo de naïf.
Sin embargo puede que sea el único modo de que podamos adecentar la historia que aún nos queda por escribir tras cerrar un capítulo tristísimo escrito por unos autores con toga y extraños a una obra en la que solo debiera haber manos políticas sobre el teclado.
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