El tablero político catalán

Diada de disenso

El 6 y 7 de septiembre del 2017 una mayoría aritmética de diputados impuso el relato 'procesista': se quebró el catalanismo y se resquebrajó el consentimiento social

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Rafael Jorba

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La historiografía romántica del siglo XIX proporcionó el relato épico que necesitaban los Estados nación. Este es el caso, por ejemplo, de Francia, donde incluso los escolares de Argelia repetían aquello de "nuestros ancestros los galos". En los años 60 del siglo pasado, coincidiendo con la revolución iconoclasta de Mayo del 68, Paco Ibáñez cantó en castellano una versión de 'La mauvaise réputation' ('La mala reputación') de Georges Brassens. Era una forma de cuestionar el canon nacionalmente correcto: “Cuando la fiesta nacional / yo me quedo en la cama igual, / que la música militar / nunca me supo levantar”.

El 14 de julio, en mi etapa de corresponsal en París, esta canción me venía cada año a la cabeza con ocasión del desfile de los Campos Elíseos... Si las grandes democracias esgrimen su relato nacional, es más lógico todavía que las naciones sin Estado o que, como en el caso de Catalunya, forman parte de un Estado compuesto enarbolen el suyo. Este es el caso de la Diada del Onze de Setembre. Aceptamos, así, que se presente la capitulación de Barcelona, al final de la guerra de sucesión, como el símbolo de la pérdida de nuestro régimen institucional genuino.

Doble apuesta perdida

La historia, sin embargo, es bastante más compleja. Puede afirmarse que Catalunya, con su apuesta fallida por el archiduque Carlos de Austria, defendía la tradición de matriz confederal de la antigua Corona de Aragón frente a la visión uniformista de Felipe V. Puede argumentarse, incluso, que con el decreto de Nova Planta (1716) el Principado perdió sus libertades nacionales sin reparar en el hecho de que en aquel entonces no existía aún el concepto de ciudadanía ni las libertades individuales.

Los ciudadanos de Catalunya,
desde la Transición, compraron el relato romántico sin entrar en la letra pequeña

Está claro, en todo caso, que Catalunya perdió una doble apuesta: la defensa de una posición diferenciada en el conjunto de los territorios de la Monarquía hispánica y la posibilidad de acceder, a través de la victoria del archiduque, a un lugar preeminente en la política española. Puede esconderse también el hecho de que en la guerra de sucesión, como ha sucedido a lo largo de la historia, hubo catalanes a ambos lados de la contienda, pero lo que representa ya un salto en el vacío es intentar convertir una guerra de sucesión en una guerra de secesión.

Hasta aquí la reflexión histórica. Los ciudadanos de Catalunya, desde la Transición, compraron el relato romántico sin entrar en la letra pequeña. Celebrábamos la Diada y lo hacíamos al amparo de un catalanismo mayoritario, de raíz cívica, que había avanzado históricamente con dos objetivos: la defensa del autogobierno y de otra idea de España. Además, la implicación de la izquierda y del movimiento obrero en la política unitaria (Assemblea de Catalunya), con la triple demanda de “llibertat, amnistia i Estatut d’Autonomia”, y el restablecimiento de la Generalitat, en la figura del 'president' Tarradellas, no solo fraguaron la unidad política del catalanismo, sino el consentimiento social mayoritario.

Tarradellas esgrimió a su regreso una fórmula de éxito: “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!”. Ciudadanía y residencia, el doble pilar sobre el que edificar un nuevo paradigma y restar carga simbólica a la identidad española en beneficio de los contenidos de civilidad y pluralidad (nacional, cultural y lingüística). La complejidad catalana, que había sido vista como un freno, podía ser un valor añadido para administrar las nuevas realidades emergentes: el marco de soberanías y de ciudadanías compartidas de la Europa de las independencias.

La ruptura del consenso político

Sin embargo, el proceso independentista no solo ha quebrado la tradición unitaria del catalanismo mayoritario, sino que ha añadido también carga simbólica al debate y ha alimentado la subasta identitaria con el nacionalismo español. La opción por la vía unilateral y la ruptura del consenso político se fue fraguando por etapas: el punto culminante fue la aprobación de las “leyes de desconexión” por el Parlament (6 y 7 de septiembre del 2017). No solo habían forzado el relato, sino que intentaban imponerlo. El sueño de unos era la pesadilla de otros.

Una mayoría aritmética de diputados, que no se correspondía con la mayoría electoral, aprobó las leyes del referéndum de autodeterminación y de transitoriedad jurídica de la República. Prevaricó a sabiendas: el Estatut exige para su reforma las dos terceras partes de los miembros del Parlament. Aquel día se quebró el arcoíris del catalanismo, en el plano político. Y, en el plano social, se resquebrajó aquel consentimiento que se había forjado en la Transición. Estos dos factores, sumados, ilustran nuestra Diada de disenso.