Inseguridad en Barcelona

El lenguaje de la miseria

La necesidad es el caldo de cultivo en el que ha resurgido este lumpemproletariado con unos condicionantes similares a los de principios de los 80

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Isabel Llanos López

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Los factores ambientales vinculados al verano (calor asfixiante, dificultad para conciliar el sueño nocturno, masificación turística, los niños revoltosos en casa...) inciden, sin duda alguna, en las tensiones intra e interpersonales y, por ende, en la agresividad. Quien puede, se toma unos días de asueto, explora playas cercanas aunque sea a golpe de bocata y mesa de cámping o se va al pueblo a desconectar con los familiares que aún se mantienen en el ámbito rural. Hay quien ni siquiera tiene acceso a esas opciones más económicas, y la presión del agotamiento de un año tras otro sin salida laboral, sin esperanza, en una crisis que sigue omnipresente en la trastienda de las ciudades se va acumulando. Una trastienda a la que no se mira pero que, de vez en cuando, reclama atención como el niño rebelde en el colegio.

Llama la atención el repunte agresivo en los últimos mesesrepunte agresivo , que no deja de ser una evidencia de esa realidad paralela que convive con las terrazas, museos y cruceros. Barcelona también tiene esa miseria. Y no es un vestigio de épocas pasadas del barrio chino, de quinquis y barriadas chabolistas, para nada, este universo paralelo nunca ha dejado de existir más o menos controlado, más o menos aplacado. Ya no. La marginalidad transnacional de baja estopa busca la supervivencia en una sociedad que no permite la integración del marginal. Mal que nos pese, mal que se nos llene la boca, o mejor dicho, los tips y las redes con mensajes de solidaridad y comprensión, la realidad es otra. Seguimos mirando para otro lado y así, si no vemos, parece que no existe. Como avestruces urbanitas. Hasta que el legado de esa miseria latente, de esa precariedad que convive con avenidas lustrosas de comercios de lujo se rebela y nos escuece. Entonces sí, entonces reclamaciones ciudadanas por una inseguridad de la que siempre ha sido consciente el ciudadano de metro y autobús, no de taxi, de chófer o de aparcamiento en el trabajo.

La tensión se palpa entre los que no tienen nada que perder. Son los que reaccionan generando conflictos bajo el estigma de esa agresividad latente que siempre estuvo ahí, aplacada por un consumismo de boquilla que parecía igualarnos a todos en una clase media tan dispar como los pisos de un rascacielos. La necesidad, la verdadera, la del no comer, la de dormir en la calle y engañar al estómago (y a la cabeza) con litros de alcohol barato, la de no tener esperanzas por un mañana que se avista incluso peor que el presente, es el caldo de cultivo en el que ha resurgido este lumpemproletariado con unos condicionantes similares a los de principios de los 80: un desastroso sistema educativo, abocamiento al paro o trabajos precarios, y hasta el repunte en el consumo de sustancias como la heroína. Una vez más, parece que no miramos para atrás en la historia, ni siquiera en la reciente, hasta que no saltan, como ahora, las primeras voces de alarma con delitos con arma blanca fuera de las zonas marginales y, de repente, nos salpican. Y nos hacemos conscientes. Y tenemos miedo. Y exigimos más seguridad.