Las dificultades económicas de los hogares

Cuándo podremos volver

Al verla llorar pensé en ese poso amargo de las vacaciones, cuando suponen un esfuerzo económico tremendo. Algunos se creen con el privilegio de mirar por encima a otros, de creer que las rosas solo son para ellos

Ilustración de Monra

Ilustración de Monra / periodico

Ana Bernal-Triviño

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Hace unas semanas compartí mesa del AVE de Madrid a Málaga con una pareja de unos 50 años. Iban de espaldas al ritmo del tren. Ella se sentó en la ventanilla, él en pasillo. Iban en silencio, demasiado silencio. Ella no levantaba la cabeza de su móvil, viendo fotografías. Él, permaneció con los ojos cerrados. El tren comenzó a arrancar. Dejábamos Madrid y, conforme nos distanciábamos, ella empezó a llorar. Soltó el móvil y se puso las gafas de sol, sin responder primero a la pregunta de él. Al rato, cuando respiró, dijo: “Nada, que nos vamos, ha sido poco”. Suspiró y añadió... “A saber cuándo podremos volver”.

En esto, y por la conversación que sostuvieron, pensé en ese poso algo amargo de las vacaciones, o de los simples viajes para ver a un familiar, cuando suponen un esfuerzo económico tremendo. Recordé cuando hace unas semanas el Banco de España alertó que algunos hogares habían elevado su gasto en exceso, sobre todo los de rentas más bajas. Piden ahorrar más a quienes menos tienen. Ya nos dirán cómo, cuando cada vez cobramos menos. Porque justo es el Banco de España el que pide que no se revierta la reforma laboral que nos ha empobrecido, el que desaconseja subir el salario mínimo, el que pide la reforma urgente del sistema de pensiones o el que defiende retrasar la edad de jubilación. Justo las políticas que defiende el Banco de España son las mismas que llevan a la pobreza a muchos hogares. El mismo banco que miró hacia otro lado con la quiebra de las cajas de ahorro, el que respaldó a Rato aprobando su plan para Bankia y avaló sus cuentas falsas. Siempre nos exigen quienes ponen piedras en el camino y quienes más tienen que callar.

Aumenta la pobreza

En fechas cercanas a ese comunicado, se publicó el informe anual Foessa-Cáritas. Señalaba que en España hay más pobres que hace diez años, que el pacto social está quebrado y que esta situación está enquistada en nuestra sociedad. Es decir, la pobreza no ha sido pasajera y ha venido para quedarse. Hay 8,5 millones de personas excluidas en España, con dificultades para acceder a una vivienda o que sufren desempleo persistente. Hablamos de lo más básico, de techo y comida. El informe apuntaba, además, que cada vez funciona menos lo que conocemos como el ascensor social, que se debilita la universalidad de lo público y también la cultura fiscal. Y con estas circunstancias, el Banco de España responsabiliza a quienes menos tienen de gastar para sobrevivir.

Todo esto me vino a la memoria cuando vi llorar a la señora del tren. Y también recordé un párrafo de una entrevista a <strong>Juan Diego Botto</strong> cuando le preguntaban sobre la importancia de la cultura. Botto recordaba la manifestación de mujeres trabajadoras de Massachusetts, cuando en 1912 gritaban “queremos el pan y también las rosas”, porque esas rosas son las que “nos hacen humanos”. Decía Botto: “La diferencia entre ser personas que meramente sobreviven a ser personas que viven está en las rosas”.

Me repetía aquella frase mientras yo me identificaba con aquella mujer que socorría a limpiar sus lágrimas. Porque a mí también me pasó eso, sobre todo en aquel primer viaje a Roma, por cumplir el sueño que no pude cuando correspondía. Recuerdo que de camino al aeropuerto, y en el avión, no pude dejar de llorar. Supongo que porque no me creía que lo había conseguido, pero también porque estaba esa nostalgia de abandonar los sitios donde una es feliz, porque volvía a un trabajo que no me daba alegrías y porque no sabía si algún día podría volver. Hoy día, cuando viajo, sigo teniendo parte de esa sensación. Lo vivo intensamente pero con esa quemazón y conciencia de que puedo no volver, si se tuercen las cosas.

Cuando llegamos a la estación, la señora se había quedado medio dormida. Junto a su marido, que adelantó el paso, ella cogió su mochila con un suspiro y avanzó tras él, sin mirar atrás. Yo hice lo mismo, rabiando por las circunstancias, por el esfuerzo que supone para cada vez más familias un simple viaje a Madrid o a su pueblo o a la vuelta de la esquina, por los niños que aún no han visto ni el mar ni la nieve ni el campo, y porque algunos viven a costa de que otros pierdan vivencias. Rabia de cómo en esta guerra económica algunos se creen con el privilegio de mirar por encima a otros, de creer que las rosas solo son para ellos. Las rosas no son un lujo, son la dignidad que nos convierte en seres humanos, y no en meros robots. Las rosas sirven para respirar con tranquilidad, para vivir y para no llorar cuando pensamos cuándo podremos volver.