Territorio desangrado
Fuego en la tierra vacía
El campesino gana con suerte 20 céntimos por kilo de fruta, mientras los mismos albaricoques se pagan a 2 euros en Barcelona o a 5 en un mercado de Ámsterdam
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
El fin de semana pasado estuve ayudando a mi hermano con la maleza en el bosque que se desparrama a dos palmos de su casa. Lo de echar una mano es un decir; la paliza se la llevó él con la desbrozadora, mientras una servidora iba gavillando sin arte los matojos con guantes de dominguera. En cuanto asoman los calores, sucede lo mismo con los yermos y las zonas forestales mal gestionadas en los pueblos. Allá se las compongan los vecinos para prevenir la eventualidad de un incendio, porque, en efecto, señor Buch, el fuego es un monstruo que no entiende ni de política ni de colores.
Aun siendo una urbanita de manual, me sobrecogen los incendios estivales, caigan donde caigan, como si se quemara algo muy dentro de mí, tal vez por los ríos de sangre campesina que arrastro en el ADN. Esta vez ha tocado en la Ribera d’Ebre. Conmovedor fue el testimonio de Pere Jornet, ganadero de La Torre de l’Espanyol, cuyas 200 ovejas han perecido calcinadas. Al hombre apenas le salían las palabras cuando lo entrevistaron las televisiones; perdida la hacienda, confesó haber estado a punto de mandar el campo al carajo en varias ocasiones, pero al final, en el último instante, un resorte lo detuvo: lo llamó los “orígenes”, el “fundamento”. Todos venimos de ahí.
El vacío dentro del vacío invoca a las llamas. La España vaciada -también las Terres de l’Ebre, las Garrigues, los Pallars-, el territorio vacío, digo, viene desangrándose porque trae más cuenta, mucha más que el azadón, una nómina en la Ford de Almussafes o en la central nuclear de Ascó. El campesino gana con suerte 20 céntimos por kilo de fruta, mientras los mismos albaricoques se pagan a 2 euros en Barcelona o a 5 en un mercado de Ámsterdam. En los años 60 del siglo XX se puso en marcha un modelo de desarrollo infernal basado en la industria (muy relativa), el turismo y los servicios, en detrimento de la agricultura tradicional. Mientras, seguimos comprando naranjas surafricanas en el súper porque salen (un poco) más baratas, naranjas bien envueltas en plástico, toneladas de polietileno. ¿Estamos a tiempo de revertir este sinsentido?
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