CAMBIOS EN EL PAÍS DEL SOL NACIENTE

Sacralizado por la tradición

La abdicación del emperador Akihito convulsiona a la sociedad japonesa

El emperador Akihito durante el discurso de año nuevo en el balcón del Palacio Imperial en Tokio.

El emperador Akihito durante el discurso de año nuevo en el balcón del Palacio Imperial en Tokio. / periodico

Albert Garrido

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Si en las monarquías occidentales una abdicación tiene cierto carácter excepcional, pero no es un hecho extraordinario, en Japón es poco menos que una conmoción nacional. Aunque el ocupante del trono del crisantemo dejó de ser una divinidad a raíz de la derrota de 1945, el emperador sigue siendo alguien sacralizado por la tradición, por la ideología espontánea y por una identidad forjada en el pasado en la fragua de un nacionalismo destemplado, a menudo agresivo con sus vecinos. Resulta revelador que la última abdicación se remonte a 1817 –la del emperador Kokaku–, prueba inequívoca del singular perfil de la monarquía japonesa, pero lo es mucho más que una figura meramente decorativa como la de Akihito, sin el menor asomo de poder real, sea venerada en unos términos más próximos a la religiosidad que a la política del siglo XXI.

El emperador saliente ha vivido la mutación genética de palacio desde el hermetismo absoluto de la corte de Hirohito hasta la rendición de Japón al estricto simbolismo del presente. En la atmósfera que rodeó la infancia y la adolescencia de Akihito coincidieron la complicidad de su padre con la envestida de una casta cívico-militar dispuesta a alterar el mapa de Asia, Pearl Harbor y la guerra del Pacífico, las tragedias de Hiroshima y Nagasaki, la rendición sin condiciones, los procesos de Tokio y la rara habilidad de Hirohito para salvar la piel, ayudado por el ocupante –el general McArthur en primer lugar–, necesitado de contar con un aliado que suavizara las exigencias del vencedor: pasar por la horma del sometimiento a Estados Unidos.

Un estatus que ha mutado

Del poder absoluto a la mera representatividad, el estatus del emperador ha mutado en igual medida que las referencias de una sociedad depositaria de una de las grandes economías de la globalización. Y así llega Naruhito al trono, educado desde siempre en la nueva tradición de un monarca sin poder, de un Parlamento que debe dar el visto bueno a todos los actos del soberano y de un Gobierno que reverencia al emperador, pero no somete a su consideración ninguna de sus decisiones. Akihito asistió a la humanización de su padre que fue, al mismo tiempo, la suya; Naruhito no ha conocido otra cosa que el carácter desacralizado y civil del empleo en el que hoy se estrena.

Ni siquiera el periódico renacimiento o manifestación de nuevas corrientes nacionalistas y militaristas puede alterar la naturaleza de la institución imperial. Acaso el perfil de Shinzo Abe, el primer ministro en ejercicio, sea el más alejado de la severa contención de la mayoría de sus antecesores, y sus opiniones sobre la segunda guerra mundial resulten, por lo menos, poco convencionales, pero esa innovación no tiene acomodo en el ceremonial palaciego. Esa evolución o desinhibición es ajena al papel que debe desempeñar la persona del emperador, obligado a seguir un pesado ceremonial y a practicar siempre el 'majime', una forma de seriedad que consiste en hacer lo que se espera de uno sin causar problemas, sin alterar el curso de los acontecimientos.

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