La crisis inmobiliaria

En una ciudad cualquiera

Tengo la impresión de que todos los que vivimos en mi bloque tememos la añagaza para subir el alquiler y nos sentimos sitiados

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Rosa Ribas

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Hace unos días, cuando iba en el tren regional a visitar a unos amigos, pasamos por Eschborn, una pequeña ciudad en la periferia de Fráncfort y, como suelen decir los protagonistas de los cuentos clásicos de terror, “un escalofrío recorrió mi cuerpo”.

Ni la ciudad ni sus habitantes me han hecho nada malo. Tampoco se trata del hecho de que allí se encuentre la sede real de la bolsa de Fráncfort, donde juegan con nuestras vidas y trabajos como al parchís. Ni a la tristeza que me provocan las ciudades periféricas en Alemania, tan residenciales y tan muertas en general. A decir verdad, que yo recuerde, nunca he estado en Eschborn. Solo que no quisiera acabar allí. ¿Por qué? Todo esto tiene una historia.

Cuando nos mudamos al piso en el que vivimos en Fráncfort, la vecina del segundo nos contó que durante años lo había ocupado un matrimonio mayor, pero que, al enviudar, la mujer ya no pudo pagar el alquiler y había tenido que dejar el barrio de toda su vida para irse a Eschborn, donde los precios eran más bajos.

Eschborn se convirtió en una amenaza, simbolizaba lo que no queríamos que nos pasara en el futuro: tener que abandonar nuestra ciudad. Era una amenaza, pero parecía remota.

Hace dos años a esa misma vecina que nos contó lo de Eschborn y a su marido los desahuciaron del piso, porque se jubilaron y las pensiones no les llegaban para pagarlo.

Nuestro barrio se puso de moda. Pero nuestros alquileres no subían demasiado. Parecía que los dueños de la casa se habían olvidado de nosotros; solo de vez en cuando nos llegaba una carta para recordarnos los turnos de fregar la escalera.

Ahora nos avisan de que levantarán andamios a ambos lados del edificio. Dicen que se trata solo de reparaciones necesarias. Pero tengo la impresión de que todos los que vivimos en ese bloque tememos la añagaza para subir el alquiler y nos sentimos sitiados. Nunca la escalera había estado tan limpia, como si con el cubo y la fregona invocásemos a los dioses inmobiliarios para que vean que somos buenos, pulidos, cuidadosos, los mejores inquilinos que se pueda pedir.

No, no queremos tener que irnos, porque puede que tal vez ya ni siquiera Eschborn esté a nuestro alcance.