La reforma constitucional

El miedo y el consenso

La España de 1978 tenia miedo de sí misma, lo que ayudó al pacto, pero unos tenían más que otros

78

78 / periodico

Albert Sáez

Albert Sáez

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Las celebraciones del aniversario de la Constitución del 78 han reabierto el debate sobre su reforma. A partir de la sufrida metáfora sobre la crisis de los 40 hemos escuchado un amplio abánico de propuestas: las más tímidas hablan de "actualizar" el texto y las más atrevidas de rehacerla. Los más escépticos, aún inspirados en el estilo de Rajoy, tiran pelotas fuera aludiendo a la imposibilidad de conseguir hoy el mismo grado de consenso que hace cuarenta años. El argumento no deja de tener un punto fatalista y nos remite a la leyenda negra de la historia de España, para muchos condenada a redimirse de sí misma. En este contexto resulta pertinente preguntarse: ¿Cómo se forjó el consenso del 78?

Hasta la llegada de Aznar al poder, especialmente tras la mayoria absoluta del 2000, la historia oficial decía que el consenso de la transición surgió de un espíritu colectivo de "concordia" encabezado por Juan Carlos I que logró "superar" los bandos enfrentados en la guerra civil. Hubo bastante de eso. Pero también hay que tener en cuenta otros elementos. Por ejemplo, la presión internacional. La expectativa de preparar a España para entrar en la UE sumó algunos sectores al acuerdo. Entre otros al nacionalismo catalán al que tanto se le afea hoy su desfección hacia la Constitución. Otro elemento que ayudó fue la existencia de lo que hoy reclama para Catalunya el articulista Francesc-Marc Àlvaro: intersecciones, desde revistas como 'Cuadernos para el Diálogo' hasta la creación de un sindicato de clase como Comisiones Obreras en los mismos templos en los que Franco entraba bajo palio. La mayoría de esas iniciativas no sobreviviría hoy a la jauría de los trols de Twitter. 

Pero el consenso del 78 le debe también alguna cosa al miedo. La detención estos días de uno de los autores de la matanza de Atocha nos lo ha vuelto a recordar. Estadísticas no oficiales -este aún es un tema tabú- hablan de casi 600 muertes violentas como explica Mariano Sánchez, autor de la obra 'La transición sangrienta'. La mitad corrió a cargo de ETA, pero 188 son atribuíbles a la "violencia política de origen institucional". Recordar estos episodios no sirve para desprestigiar a la actual Constitución ni para cuestionar la transición. Mucho menos para desprestigiar internacionalmente al Estado. Todos los momentos fundacionales de las democracias consolidadas tienen sus propios muertos, también la eslovena. Sirve para entender porque ahora se producen algunas desafecciones al texto constitucional que no se produjeron entonces. En parte, porque hay muchos ciudadanos que no se sienten comprometidos con lo que pasó entonces. Y en parte porque hay sectores sociales que han perdido el miedo que tuvieron entonces. Eso explica desde las esteladas en el upper Diagonal hasta el voto masivo a Vox en el barrio de Los Remedios pasando por el voto de los Comuns a una resolución del Parlament que califica de "antidemocrática y antisocial" la Constitución de 1978 para escándalo de la vieja guardia del PSUC.

El miedo no es necesariamente malo. De hecho es un elemento básico para las superviviencia humana. En 1978, España tenía miedo de sí misma. Y eso ayudó al consenso. Y una parte del miedo se alentaba con dinero público, como ahora denuncia Inés Arrimadas en el caso de la Generalitat de Quim Torra. Pero el miedo estaba repartido de manera desigual. Siempre que hablo de estos temas me viene a la cabeza el pánico visceral que rememoraba mi madre, aún en 1975, cuando recordaba la entrada de la guardia mora de Franco en Barcelona en enero de 1939. Saqueaban, violaban, torturaban a su antojo. Y sus hazañas sin castigo quedaron selladas en la mente de las jóvenes de aquel tiempo. Mi madre aludía a menudo a aquellos años cuando en casa se discutían los avances en la redacción del texto constitucional. Seguramente allí donde hubo víctimas de la guerra por la acción de gente como los hermanos Badía, que tanto gustan a Torra, había otros miedos. El meollo es lo que Mariano Sánchez llama acertadamente la violencia de "origen institucional". Y ese miedo también forjó el consenso del 78. Algunos de los que auguran que ahora no existiría el mismo consenso lo hacen sabiendo de que no disponen de los instrumentos que entonces utilizaron para forzarlo en algunos aspectos. El empujón, tanto logístico como intelectual, que la FAES de Aznar ha dado a Vox podría responder, entre otras cosas, a recuperar una herramienta para generar miedo. Lo cual querría decir que la derecha considera ya inevitable la reforma constitucional. La izquierda y las periferias deberían ser inteligentes para desarticular esa maniobra. ¿Se imaginan una ley de partidos que ilegalice a los que no condenen el uso de la violencia institucional desde 1934 hasta 1978? El miedo quedaría mejor repartido.